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Toda la presión

El increíble Nadal

A veces, Dios juega a los dados. O al tenis: sólo a una mente divina se le puede ocurrir un guión como el recién presenciado en París. Nadal contra Soderling, el tipo que le apeó del pedestal cuando asaltaba el récord de Borg (cinco títulos seguiditos). Soderling, que viene de doblegar a Federer y cumplir con la primera parte de la ecuación: si el suizo caía antes de semifinales y Nadal triunfaba en París, el número uno cambiaría de dueño. Y Nadal, en fin, que también cumple con la cuota propia y remata la triple carambola: séptimo Grand Slam (iguala a John McEnroe, entre otros: casi nada) y vuelve a reinar en el escalafón de la ATP. Sí: a veces, Dios juega a los dados.
La dolorosa lección que se oculta detrás de cada derrota sorprendió a Nadal hace un año, mientras enfilaba sin gasolina, maltrechas las rodillas, su quinto Roland Garros consecutivo, cuando parecía invencible sobre la arcilla, reciente entonces su condición de número uno. Un empacho de púrpura que frenó abruptamente un jornalero, Robin Soderling, intermitente tenista de golpes furiosos, a quien aquel partido también le cambió la vida: en su caso, a mejor. Desde entonces, frecuenta el top-ten y amenazaría con asaltar el duopolio sostenido entre Federer y el jugador balear. si lograra calmar su propensión a la irregularidad, controlar su tendencia a cometer algún fallo imperdonable tras cada golpe ganador, un estigma que le acompaña en los torneos menores del circuito pero que desaparece cuando afronta algún Grand Slam. De nuevo finalista en París, de nuevo golpeado por el número uno mundial de turno: hace un año le detuvo Federer y el domingo Soderling probó a qué sabe la nueva medicina que receta Nadal, cuyo catálogo de golpes parece inacabable.
Cuando pensábamos que ya lo sabíamos todo sobre él, que su construcción como jugador estaba conclusa, el Nadal del 2010 nos revela detalles nuevos, insospechados, los que forjan a un campeón: el deportista capaz de reinventarse cuando otros se limitarían a paladear la gloria. Este Rafa renacido se alimenta de dos vetas: la primera, emocional, porque ha fortalecido su proceso de madurez aprendiendo a decir no, por doloroso que sea negarse a jugar el torneo que organiza su club (el Godó del Tenis Barcelona), por impopular que resulte desertar de la Davis que le debía traer hasta Logroño.
La segunda vertiente del nuevo Nadal sucede sobre la cancha: allí brota el mismo tenista febril, dueño de una paleta que se ensancha desde el fondo (ese sutil revés cruzadito que exhibe este año) y gana en potencia en todas las facetas del juego. Incluido su lunar de siempre, el saque, que parece funcionar mejor cuando acecha la fase final de un torneo o afronta los momentos decisivos de sus duelos. Porque ésa es otra cualidad del Nadal de toda la vida que sólo parece mejorar: una sobresaliente capacidad para ofrecer su versión fetén en ese tramo de los partidos que a otros se les atraganta.
¿Un ejemplo? Comienzos del segundo set de la final parisina: Nadal resiste como un numantino el asalto de Soderling, quien tropieza con su incapacidad para romper el saque de su oponente y acaba cediendo tras un intercambio de golpes maravilloso y feroz. El tenista mallorquín se toma el siguiente juego de descanso (gana el sueco 40-0) pero se impone en blanco en los dos siguientes y sale de esa zona del partido impulsado hacia la victoria. Dos sets arriba en el marcador. Imposible imaginar un partido sobre tierra que Nadal pierda en el quinto set; el primero que no lo imagina es Soderling. Durante esos minutos, el nuevo número uno jugó como los ángeles, los vecinos de ese Dios que a veces juega a los dados. Y a veces, juega al tenis: entonces se llama Rafael Nadal, el tenista que empieza esta semana en Londres la campaña sobre hierba, que sólo puede traerle buenas noticias porque apenas tiene puntos que defender en la ATP. Todo lo contrario que Federer, quien preparaba ayer su viaje a Wimbledon en el césped alemán de Halle mientras el tenista que le ha destronado exhibía por Eurodisney el trofeo de pentacampeón parisino antes de cruzar bajo el canal de la Mancha rumbo a Queen’s. Allí le espera el ganador del encuentro entre el brasileño Daniel Marcos y el esloveno Kavcic Blaz, en las venerables pistas del club donde Woody Allen rodó ‘Match point’: sí, esa película donde Dios (o el destino) jugaba a los dados.

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