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Carta a Sagasta

El Espolón rejuvenece

Nocturno de El Espolón. Recreación de Juan Antonio Salazar

Querido prócer. La otra noche asistí a un acontecimiento singular que quiero compartir contigo para que no puedas alegar que no estabas avisado cuando otros te lo relaten. Ocurrió que cruzaba El Espolón cuando de súbito empezó a llover. A diluviar. De modo que aceleré mis pasos para protegerme del aguacero entre cornisas, fachadas y portales, sin ningún éxito: todo el lateral por donde transitaba estaba ocupado por una multitud que, aunque breve, se diseminaba de tal modo que resultaba imposible encontrar un sitio donde esperar a que escampara. Así que empapado alcancé la calle Laurel adonde me dirigía, no sin antes echar un vistazo a lo que acababa de ver: cuando a la altura del Banco Santander me di la vuelta corroboré lo que me maliciaba. Que todo ese frente de El Espolón era un frente de juventudes. Que quienes se resguardaban de la lluvia entre Bretón de los Herreros y avenida de Portugal eran miembros de una nueva generación de logroñeses que han regresado por donde solían sus padres y abuelos: han vuelto a El Espolón.

Enorme alegría. Porque como te tengo advertido desde antaño, lo que más precisa el Casco Antiguo de tu ciudad y la mía no son bares. Benditos sean los que allí se alojen, pero sospecho que ya contamos con un buen número de ellos. Tampoco hay gran necesidad por esos lares ni de restaurantes, ni de bazares chinos ni de solares vacíos: de semejante catálogo de posibilidades ya está muy surtido el Logroño castizo. Lo que precisa es gente. El corazón de la ciudad deja de latir si sus vecinos se alejan de sus calles y plazas, si ignoran como sucede ahora la historia auténtica de su pequeña patria. Así que comprobar, como me había alertado una voz amiga, que en El Espolón acampan de nuevo los más jóvenes de entre nosotros me inundó de gozo.

Tan contento me puso que desde aquella noche, no tan lejana, enfilo siempre que puedo por el paseo dedicado a tu contemporáneo, el Príncipe de Vergara. Es una caminata que rejuvenece. No sólo porque ahora uno puede compartir ese territorio con la alegre tropa adolescente, en pleno calentamiento noctámbulo hasta que llegue la hora del botellón en teoría vetado por la autoridad, sino porque la memoria se rejuvenece igualmente y se traslada a los días en que cualquier mocete logroñés tenía allí también el escenario de sus juegos. Partidas multitudinarias a polis y cacos, vigiladas por el ojo censor de los guardas de parque, colectivo en desuso que tal vez debería recuperarse. Interminables pachangas futboleras en La Rosaleda, con los bancos de piedra como porterías y como balón, las pelotitas de plástico que vendía la barquillera apodada Cariño. Garbeos infinitos, sorteando a Tomás el minutero, que concluían en la Concha, el espacio más maltratado del centro de Logroño. Un honor que por cierto tiene su mérito.

En las ranitas de El Espolón dio quien te escribe sus primeros pasos. En el quiosco ya difunto compró durante siglos las revistas y periódicos para casa. En los soportales del Muro se inició en el noble deporte de mirar escaparates, los de algunos que sobreviven (Setlan) y los de otros ya desaparecidos, como mi favorito: Confel, con sus inquietantes maniquíes, siempre tan repeinados. En todo esto voy pensado hoy mientras atravieso sus baldosas: en que todos estos chicos, siguiendo la estela de aquellos patinadores, suferos, skaters o como se llamen los mozalbetes barbilampiños que empezaron hace unos años a deambular por aquí para pasmo de sus fans, acaban de reconquistar la plaza principal de Logroño.

Una estupenda noticia. Atender sus ruidosas conversaciones desde la distancia, registrar sus carcajadas a menudo guasapeadas, anotar el barullo que trae consigo el exceso hormonal representa un suceso de extraordinaria envergadura. Más importante que Logrostock, más decisivo que peatonalizar una calle, más trascendental que una promoción del Irvi. Para el centro de Logroño, lo más necesario es que fluya la vida. La vida que garantizan estos chavales que han ganado el corazón de la ciudad. Y el mío.

 

 

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