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Carta a Sagasta

Tu ciudad y la mía

La Villa de Madrid, comercio en la esquina entre Sagasta y Portales. Foto de Miguel Herreros

Querido prócer. Una publicación reciente de Federico Soldevilla en torno al empresariado logroñés ha coincidido en el tiempo con un trágico suceso, el fallecimiento en accidente de tráfico del dueño de La Villa de Madrid. Ya sabes, uno de esos comercios que ayudan a forjar la identidad ciudadana, porque se enclavan en su propio corazón (el cruce de Sagasta con Portales, nada menos: diagonal con mi casa natal) y porque acompañan a varias generaciones de ciudadanos en sus quehaceres cotidianos. Pasé el otro día ante su puerta, confirmé con una comerciante vecina que la tienda llevaba clausurada desde el atropello mortal de su dueño, el popular Chuchi, y sentí que otro hito logroñés se arriesgaba a quedar sepultado en el olvido. Como no me pareció justo, decidí escribirte esta carta.

La Villa de Madrid no sería El Corte Inglés igual que el inmarcesible Dulín carecerá tal vez del empaque de una sastrería de la londinense calle Savile Row. Incluso es posible que sólo en mi imaginación el elegante escaparate y hermoso interior de Perfumerías Muro se parezca en algo a la joyería Tiffany de la neoyorquina Quinta Avenida. No dudo que habrá mercados más coquetos que nuestra Plaza de Abastos (aunque seguro que no tan maltratados) ni se me oculta que por algún lugar de España endulzarán mejor la vida que en la maravillosa La Mariposa de Oro, ese milagro con forma de milhojas. Pero qué quieres: para nuestra memoria sentimental, todos esos establecimientos citados son incomprables. Son los mejores porque son inolvidables. Cada logroñés posee su propio arsenal de anécdotas en torno a ellos, porque han fraguado su vida a su alrededor. Los llevamos en el corazón.

El libro de Soldevilla repasa la trayectoria de estos gigantes y algunos otros que no quisiera olvidar. Hablo de Creaciones Conchita, nuestra particular Coco Chanel, o de Alberto Anguiano, cuyo bazar representaba para tantos críos de aquel Logroño una suerte de retablo de las maravillas. Hablo del 95, de Pelayo o de Leo. De las pasamanerías de Gaby, los encajes de Olga, los libros de Cerezo, Santos Ochoa, Jalón Mendiri y del resto de referencias logroñesas, algunas de las cuales todavía resisten con garbo y donaire. En realidad, la almendra de la ciudad sólo puede entenderse a partir de la salmodia incesante que nacía de repetir el nombre de todos estos comercios, diseminados por unas escasas calles: una auténtica red social, alumbrada bastantes décadas antes que Facebook. Y poseedora de mayor encanto.

Te he mencionado anteriormente todos estos comecios en nuestra correspondencia, así que discúlpame si tiendo a repetirme. Si lo hago, no es sólo porque el volumen recién publicado avive mi memoria o por sucesos tan dramáticos como el que conlleva el triste cierre de La Villa de Madrid. Supongo que la razón última de que afloren estos recuerdos es porque algo me dice que ese Logroño mesocrático, que escondía seguramente un sinfín de defectos que ahora mismo no me vienen a la cabeza, era otra ciudad. Y porque la gran diferencia entre aquel Logroño y el de hoy es que el centro estaba habitado. No conocíamos los adosados ni otros inventos recientes, los coches se detenían cuando tropezaban con una cuadrilla de mocosos jugando al fútbol para que pudiéramos recoger el balón, si de crío te perdías por la calle (cosa que sospecho que ya no ocurre) una mano amiga te devolvía al hogar familiar porque te conocía o conocía a alguien que te conocía. Todos esos intangibles formaban una tupida malla social dominada por un concepto: el concepto de ciudad amable.

Temo que los mentados intangibles se echen a perder. Creo de verdad que los avances que trae consigo el desarrollo de la civilización promueven una sociedad más justa y mejor musculada, pero será poca cosa si ese progreso deja atrás valores que merecen la pena. Y si me preguntas qué tiene que ver el comercio de centro con semejante propósito, te acepto que son dos nociones en principio lejanamente emparentadas pero vinculadas finalmente por ese objetivo común que arriba te mencionaba: la idea de ciudad amable, de ciudad paseada. Un Logroño más lento, donde la vida discurra con la tranquilidad de la que demasiado alegremente nos privamos. Un Logroño donde uno se pueda seguir reconociendo en los escaparates de las tiendas que han contribuido a construir la ciudad. La ciudad de los pasteles de Iturbe, los relojes de Orive o Cadarso, las telas de Garrigosa o los zapatos de Ochoa o de Pisa. La ciudad cuya alma comercial recoge ese libro recién publicado. La misma ciudad que ahora se resigna a ver bajada la persiana de La Villa de Madrid.

La ciudad que siempre será la tuya y la mía.

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