Odio a la gente con ideas. Bueno, tampoco es eso: odio a la gente con ideología, mejor. Que, si bien se piensa, es lo contrario: quien compra una ideología ya no necesita ideas propias. Pa qué, si ya te lo dan todo hecho.
Si uno es ‘de izquierdas’, por ejemplo, ha de ser obligatoriamente contrario a la pena de muerte. El respeto a la vida lo es todo, se diría. Pero también ha de ser partidario del aborto; que eso debe ser vida, pero de segunda.
Mas si uno, por afinidad o genética, respira a diestra, la cosa va de lo contrario: uno no permite el aborto, porque toda vida es sagrada, pero tiende a ver con mejores ojos la pena de muerte. Hasta en lo sagrado hay grados, digo. Iluminados hay en las Américas que andan degollando médicos abortistas, lo cual es casi perfecto en su sinrazón: uno mata a quien mata para castigarle por haber matado. Pa morirse.
Las ideologías vienen con servidumbres curiosas. A uno, que siempre ha cargado a izquierdas, le duelen ambas gónadas cuando oye que por estas fechas se convoca a los zurdos bienpensantes a homenajear a la Revolución de Octubre. Ya se sabe: si uno es de izquierdas, han de caerle bien los soviéticos. El hecho incontestable de que la aventura empezara con un baño de sangre y acabara con la dictadura más bestial de la historia da medianamente igual. «Cometieron sus errores», vienen a decir, «pero la intención era buena». Nos ha jodido: seguro que Goebbels estaba podrido de buenas intenciones.
Pero es que, en fin, viene en el pack. Como los de derechas que odian a Castro para amar a Bush, o los que idolatran a Aznar a pesar del hecho evidente de que el buen hombre ha perdido el oremus a la vez que cambiaba de peluquero.
Y yo odio los packs. El otro día me negué a comprar desodorante porque el listo del fabricante sólo vendía los botecitos de dos en dos. Aunque mi mujer no está de acuerdo: dice que lo mío ya huele.