A veces me apetecería perderme. Hacer ‘puf’ y borrarme, pegar un pelotazo a lo Dioni y aparecer en el Caribe. Igual que el avestruz, meter la napia en algún agujero y dejar que el mundo pase por encima.
Como John Darwin, inglés, tal virtuoso de la picaresca que merecería haber sido español. El amigo Darwin se murió hace 5 años. Se ahogó. Salió a remar con su piragua roja, y todo lo que volvió fueron trocitos de la canoa. Menuda tragedia: su mujer tuvo que consolarse con el cobro del seguro de vida, y llorar su pena. Al final, la afectada viuda decidió poner tierra de por medio, abandonar el país donde vivió la tragedia, vender su(s) casa(s) y trasladarse a Panamá.
Hasta que, la semana pasada, Juanito apareció en una comisaría de Londres, resucitado, luciendo un moreno caribeño (panameño, se podría decir) y soltando una frase de antología: «Creo que soy una persona desaparecida».
Menudo bribón. Menudo jeta. Qué cara: qué envidia. No me digan que nunca han soñado con el particular. Pasar del jefe, de la familia, de la hipoteca, dar un pelotazo más o menos chanchullero y aparecer en Cuba. Tráigame otro mojito, compañero.
Molaría, no me digan que no. A uno le gustaría dejar de ser adulto de golpe, hacer como el pavo al que un juez de Cantabria acaba de echar de casa de su madre a los 36 años. Negarse a crecer, porque uno ve los años pasar y, con la barriga, crecen las preocupaciones, las prohibiciones, las facturas.
Todavía no se me cae el pelo, pero todo se andará. Por ahora me salen canas. De hecho, el otro día aparecieron dos docenas de golpe. Fue en ese templo iniciático de todo matrimonio, el ginecólogo. Allí, mientras veía la cara de mi futuro primogénito, lo vi con claridad: estoy pillao. De ésta no me escapo, no tengo piragua roja.
Y el crío, como si me oyera, levantó un dedo (lo juro) en majestuosa peineta. Como diciéndome: toma. Papi.