Mis compañeros de periódico me llaman pesao. Me dicen que siempre escribo de lo mismo, que no hay viernes que no saque a pasear mi embarazo por esta columna. Tampoco es para tanto, creo (aquí lo que hay es mucha envidia, se lo digo yo), y si lo hay, da igual. Al fin y al cabo, casi todo lo que no está en la tripa de mi mujer me importa una higa.
Así que, pese a quien pese, permítanme que les cuente que llevo una semana con el cuerpo desarreglado; más o menos desde que empecé a oir hablar de las detenciones de médicos abortistas y la clausura de clínicas en Barcelona y Madrid. Mi desarreglo tiene una motivación más psíquica que física, porque en lugar de las tripas lo que se me mueven son las convicciones.
Siempre me he considerado un tipo tirando a izquierdoso aunque, reconozco, voté para alcalde a algún ‘popular’ de mi pueblo. De joven, yo tenía un compañero de Maristas de tan recias convicciones que hasta pegaba carteles antiabortistas por las calles, de ésos todos llenos de fetos metidos en botes. A mi me parecía asqueroso, y no entendía la cosa. Al final, pensaba, se trataba de una cuestión de elección de la mujer. Nosotras parimos, nosotras decidimos.
Ahora, de ahí mi desarreglo, me he dado cuenta de que ya no estoy de acuerdo conmigo mismo. De algún modo he llegado a la íntima conclusión de que lo que hay en mi señora, y que yo siento como propio desde hace ocho meses, no puede ser reducido a un conjunto de células desechables, como si fueran uñas.
Tampoco entiendo, en fin, que el aborto haya llegado a convertirse en icono de la progresía en la que me cuento. No entiendo cómo privar a las mujeres de su responsabilidad –lavar un error con el infanticidio es no querer apechugar con las consecuencias de ese error– puede ayudar a su emancipación. Estoy desarreglado: no me entiendo a mí mismo cuando era más joven.