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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

ME DAS TUS OJOS

Para alguien que por más que pincha (sobre todo orejas rebozadas y champiñón con gamba) no acaba de fluirle el riojanismo por las venas y ante la disyuntiva de un pañuelo rojo o azul se decanta por los clínex del Sabeco, San Mateo ha sido un mal mayor. Una fractura en la rutina que en tiempos de juventud tenía cierta gracia transgresora por ver en directo cómo la noche se confundía con el día, pero que con el paso de los años devino en un tostón rancio y pesado. El finiquito del verano. La fiesta por decreto.

Así fue hasta la operación. Hace cuatro años. Un transplante de retina de niño que apenas me dolió (la cesárea fue limpia aunque tardó en suturar) y que cambió mi mirada. De pronto, como sin querer, empecé a ver brillos en la oscuridad matea.

Fue pestañear y perdonar a las dulzainas y los tamboriles todas las mañana que me habían roto el sueño y golpeado mi cabeza regada de zurracapote. Al abrir los ojos encontré en los cabezudos la gracia que jamás había hallado cuando la rastreaba por las noches en bares llenos de personajes igual de grotescos a pesar de no llevaban careta. Y hasta tuve el impulso de levantar los faldones de un gigante para comprobar qué extraño mecanismo les hace girar sin mover los brazos ni inmutar el gesto.

Las barracas, hasta entonces un sacacuartos embadurnado de fritanga y atracciones casposas siempre al límite de la avería, se convirtieron en el Disney World soñado. No me importó montar en El Tren Chispita en un vagón minúsculo. Jalear al cerdito que golpea las cabezas con una escobilla (¿no se parece mucho al señor que reparte las fichas en la entrada?) y pedirle, suplicarle, implorarle, que me diera al final del trayecto un globo azul porque el de ayer se había pinchado antes de llegar a casa.

Un espectáculo que tiene su apoteosis en las carrozas. Horas de espera con los ojos como platos esperando a que caiga un caramelo y pelearlo con el señor que está al lado y al que también le han prestado otra mirada. Aunque no me gusten los caramelos. Aunque no me gustaba San Mateo. Hasta hace cuatro años. Hasta que me dio sus ojos.

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