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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

CAMINO DEL CEMENTERIO

De niño temía que llegase Todos los Santos. El yayo Tasio tenía la costumbre de llegarse temprano a casa para que le acompañara hasta el cementerio. Aunque no fuera domingo vestía el traje de los domingos, y en la mano que no apretaba la mía llevaba asida una bolsa del Simago. Ahí transportaba las tijeras, un estropajo, algunos trapos viejos y un manojo de rosas frescas que, aunque nunca lo ha confesado, sigue robando cuando nadie le mira en las jardineras de un parque cerca del Ebro.
Casi sin dirigirme la palabra para no quebrar la solemnidad del momento me conducía hasta el panteón de la abuela. Bisbiseaba un padre nuestro dejando caer una lagrimita y después, como un cirujano a punto de operar, desplegaba su instrumental junto a la lápida. Primero quitaba el polvillo del mármol, abrillantaba el retrato color sepia de la abuela después y al final cortaba el tallo de las flores sisadas para reponer las otras ya marchitas.

Mientras cumplía el ritual yo me meaba de miedo. Imaginaba que todos los ángeles de mármol del camposanto giraban su mirada hacia mí, que los cipreses susurraban letanías, que las losas rechinaban y sus inquilinos asomaban pidiendo aire fresco. Hubiera salido corriendo, pero sabía que me perdería en el laberinto de cruces y, como seguro que acabaría devorado por zombies caníbales, aprovecharían el viaje para meterme en un nicho pequeñito con una foto de mi bautizo rematado de palomas blancas.

Tasio dejó de pasarse por casa, pero ahora soy yo quien a veces le llamo este día para ir al cementerio. Sé que lo único que siempre ha querido es que, cuando él muera, alguien se acuerde de limpiar su tumba.

La foto es de Juan Marín y recoge uno de los múltiples detalles tétricos que pueblan el bonito cementerio de Logroño


noviembre 2009
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