Cuando nació Mario le preguntó por qué se llamaba Mario. Su interlocutor fue menos sentimental que inquisitivo, y le interrogó abiertamente si en quién estaba pensando primero a lo largo del embarazado y luego cuando acudió ante un gris funcionario del Registro Civil era Vargas Llosa o a Benedetti. Entre efluvios novelescos y recuerdos de historias fantásticas masticadas con regusto juvenil, el padre confesó con una sobredosis de sinceridad primeriza que en su decisión había pocas reminiscencias literarias por más que le apasionaran los libros y venerara a ambos autores. Mario le sonaba liviano y gentil. Tanto como Mario Vargas Llosa. Igual que Mario Benedetti. Tan amable como Mario Sáenz. Una forma de llamarse mucho más llevadera, desde luego, que uno de esos arcaicos nombres que otros tienen que acarrear de por vida en el DNI y razonar cuando se presentan ante los desconocidos.

El que miraba al bebé recién nacido en su cuco no se conformó con aquella explicación. Ansiaba escuchar una respuesta más evocadora, menos convencional. Un razonamiento filosófico y comprometido que confirmara su creencia de que un nombre es la divisa que se marca en el lomo de un niño, un sello que le envía con el tiempo a la parte luminosa de la vida o su lado más vulgar. Por extensión quería conocer si el Mario que acaba de llegar al mundo se alinearía con el Mario que defiende las revoluciones o el Mario que abjura de las dictaduras, el que aspiró a gobernar Perú o el letrista del proletariado. Si dormiría con la cabeza a la izquierda o mamaría neoliberalismo.

Como en un capítulo de realismo mágico, en mitad de la trascendental conversación el niño se cagó. Y mientras el padre le cambiaba los pañales, se repensó si había hecho bien en bautizarle como Mario. Quizás debería haberle llamado Zavalita, como el protagonista de Conversación en la Catedral. Le quedó la duda si había parido un periodista maltrecho o un Premio Nobel tardío.

Enhorabuena, Mario.