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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

AIRE LIBRE

De los miles de cigarrillos que he encendido a lo largo de mi vida sólo hubo uno que estuvo a punto de matarme. Fue el primero que fumé cuando llegué a Estados Unidos. Recién bajado del avión en un ignoto aeropuerto del Medio Oeste, monté en un taxi en mitad de la noche. Era invierno, el termómetro temblaba de frío y a los bordes de la highway que conducía a mi destino se acumulaba medio metro de nieve. Como ya me habían advertido de lo tiquismiquis que son los americanos para con el tabaco, me aguanté las ganas de nicotina hasta llegar a la residencia donde tenía reservada una habitación.

Antes de ceder al sueño saqué sigilosamente del fondo de la mochila un ducados y una cerilla como el artificiero que manipula una bomba vieja. Para evitar problemas salí del recinto y encendí el pitillo entre ráfagas de viento saboreando ese suave mareo que provoca llevar varias horas sin fumar. La sensación duró sólo dos caladas. De entre la bruma apareció de pronto un guardia de seguridad con biceps de estibador y facciones de ranger corrupto. En un inglés del que sólo entendí palabras sueltas como prohibido, multa y deportación (o algo así) me obligó a tirar la colilla como quien arroja un arma de destrucción masiva manteniendo los brazos en alto. Tan asustado me quedé que no pude replicarle que aquello era un espacio público, que estaba al aire libre y que en mi país jamás se llegaría a ese extremo de intolerancia. No sabía entonces que el tiempo me quitaría la razón.


octubre 2010
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