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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Vino amargo

El yayo Tasio ha variado una de las rutinas a la que era más fiel. Lo ha hecho por obligación. Acostumbraba a pasear de mañana cerca de la estación de autobuses de Logroño para bombear mejor el corazón, pero de unos días a esta parte lo que hacía era encogérsele con lo que veía. Cayado en mano, el camino que otras veces recorría en solitario está ahora plagado de rostros oscuros y ojos muy blancos que le observaban a su paso con una expresión tan triste que parece hueca. Hombres huesudos asidos a atillos donde guardan su vida arrugada, amontonados en la acera esperando trabajo para sus manos vacías.

 

Tasio ha decido dejar de encontrarse con ellos porque lo doloroso de la escena le hacía daño. En sus paseos matinales sufría un pinchazo por cada una de esas miradas, y él era incapaz de hablar en su idioma. De explicarles que no sabe por qué La Rioja de la excelencia no hace más para que su paso por esta tierra no sea tan lacerante. Por qué toda una Denominación de Origen de prestigio no mima igual su uva que a los temporeros que la recogen. La aorta se le atoraba al verse reflejado en ellos cuando a él de joven también le tocó viajar lejos para ganarse el pan, y cómo no hace tanto tuvo la misma sensación de ser tan necesario como indeseado. Sólo trasparente. Antes de cambiar la ruta, el yayo intentó animar la circulación de su sangre tomando una copita de vino sin que el médico se enterara. Sin embargo, cada sorbo que dio le supo amargo.

 

Fotografía: Un grupo de temporeros duerme sobre las aceras en el centro de Logroño (Sonia Tercero)


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