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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Maldita herencia

Le tengo dicho al yayo Tasio que el día que muera no quiero nada de él. Cuando se pone tristón y algún achaque le recuerda lo mucho que ha vivido y lo poco que le queda para espicharla, me promete que todo lo suyo será mío. Hasta lo más preciado. Su colección de boinas, la vieja silla de anea del dormitorio, la cubertería de plata que nunca ha usado por no desgastarla, el sobrecito con las cuatro perras que tiene ahorradas y guarda bajo el colchón. Todo y más lo incluirá a mi favor en el testamento, me perjura cada vez que voy de visita para darle palique.
testamento
Le repito que no quiero nada de que ha llegado a acumular en su vida. Sobre todo porque me niego a imaginar que algún día muera, pero también porque me da pánico ser deudor de ninguna herencia. No quiero que un día alguien me culpe de lo que el yayo ha hecho o dejado de hacer. De los bienes que me pueda legar y de las hipotecas personales que deje sobre mí cuando le enterremos. No quiero encontrarme el día de Navidad ante los otros herederos del abuelo defendiéndome como un político acorralado por su propia culpa. Acusando a los griegos, a Zapatero, a los mercados financieros, al empedrado. Responsabilizándoles de la subida del paro, de la caída de Bankia, de los recortes financieros, de los agujeros de la Gran Vía. Hasta de los repuntes de la prima. «Sí, mejor repartir entre toda la familia», me responde Tasio cuando escucha mis reparos a tanta generosidad.


mayo 2012
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