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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Pueblo, únete

La más que posible desaparición de las mancomunidades es una de las medidas más hirientes para los pueblos de las muchas que viene anunciando el Gobierno central con la crisis como pretexto. En primer lugar, por eso: por su presunción. Empleando el mismo ‘modus operandi’ de otros tantos ajustes, el secretario de Estado de turno lanza una bomba intempestiva y al día siguiente las comunidades afines se esfuerzan por desactivarla o, a lo sumo, matizarla pintándola de transformación, reordenación o punto de partida para lo que a esas alturas se antoja ya inevitable. Cunde así la sensación de que no sólo el ciudadano está expuesto a una constante improvisación –sí, esa misma que se le achacaba a Zapatero– sino que las propias autonomías pasan el día mirando con temor a Madrid para justificar lo que se les impone sin previo aviso en razón de los números rojos que aparecen en la calculadora de un tecnócrata.

Seguramente, el mismo experto en macroeconomía que jamás ha pisado el empedrado de un pueblo aislado, ni sabe cuánto cuesta llenar una acequia de agua o atender a un abuelo con albarcas. Las mancomunidades son esas agrupaciones que permiten hacer grandes a los municipios pequeños. Uno de los cada vez más escasos brotes de solidaridad rural y gestión compartida. Las mismas entidades que ayer se ensalzaban cuando lo que parecía en riesgo eran las localidades menores y hoy alguien ha decidido que sobran.

 

 

 

 

Fotografía: Enrique del Río


julio 2012
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