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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Aquellos hilillos

prestige

El hundimiento del Prestige hace ahora once años trajo consigo dos mareas. Una fue inmediata y convirtió las hermosas costas gallegas en un cenagal de negrura viscosa después de que aquellos ‘hilillos de plastilina’, como los definió sin ningún empacho el ahora presidente del Gobierno, se apoderaran de la arena, las rocas y tantas vidas. La segunda oleada ha tenido efectos retardados y se ha manifestado en la sentencia que más de una década después de la mayor catástrofe natural vivida en España dice que nadie fue culpable y ni dios podría haber gestionado de otra forma lo, por lo visto, inevitable. El impacto de ambas ha tenido un efecto parejo entre la población que más directamente sufrió el caos. Una sensación de fatalidad guionizada que supera la indignación. El eructo amargo de saber que todo está (estaba) escrito y la Justicia sufre tantas vías de agua, tiene el alma tan oxidada, como el casco de aquel maldito petrolero que tiñó de pesadumbre a todo un país. El fallo judicial, sin embargo, nunca podrá anegar el único valor que descubrió el hundimiento del Prestige: la capacidad de movilización sobre miles de personas que no sabían dónde se ubicaba Muxía o quizá jamás había levantado el culo del sofá, pero se apresuraron a recorrer cientos de kilómetros sin que nadie se lo pidiera para quitar gota a gota el chapapote. Una solidaridad brutal vestida con mascarilla y buzos blancos que reivindica el triunfo de la sociedad civil sobre la memoria del desastre.

 

Fotografía: Xose Marra


noviembre 2013
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