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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Burbujas subterráneas

Hace cosa de diez años el yayo Tasio se compró una plaza de garaje en el centro de Logroño. Lo insólito no es que profanara su proverbial tacañería, sino que el abuelo nunca ha tenido coche. Si se animó a gastar unos millones de pesetas (todavía le cuesta pensar en euros) fue porque un concocido le convenció de que era una oportunidad única. El amigo, uno de esos vivos que siempre dice comprar barato y vender caro, le garantizó que se trataba de una inversión que sólo un tonto podría dejar pasar. También la empujó a tomar la decisión ver Logroño agujereado como un queso suizo. Escuchar a los responsables del Ayuntamiento en aquel momento las virtudes de compartirmentar las entrañas de la ciudad en rectángulos de seis por dos metros y permitir a los vecinos hacerse con una porción de esa tarta de hormigón. Casi al instante el sueño se convirtió en pesadilla. Descubrió que la plaza no era suya sino una concesión que moriría con él. Los gastos de mantenimiento decretados unilateralmente, un pico más caro que mantener el vehículo que no tenía y todas las bondades que le mostraron en un tríptico antes de firmar, la ilusión de lo que después no fue. Ahora, los mismos que propiciaron trinchar el corazón de la ciudad piden perdón. Claro que no querían perjudicar a Tasio ni todos los que cayeron en la tentación de creerse prósperos. Sólo alimentar una burbuja subterránea que ha estallado sobre los que vieron un espejismo entre rampas y columnas.

 

 

Fotografía: Enrique del Río


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