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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Seres extraños

movil

El yayo Tasio lo descubrió por casualidad. Se había aposentado en un banco de la plaza para tomar aliento antes de completar su paseo matutino y aquel ser extraño puso el culo a su lado sin cruzar siquiera un saludo de cortesaría. Mientras el yayo cogía resuello aprovechando un rayito de sol, su impresvisto compañero tenía la cabeza gacha y los dedos electrizados. En sus manos sostenía un aparatito minúsculo que el abuelo, espiándolo de soslayo, no llegó a identificar a primera vista. Era la hora del vermú y la plazuela estaba abarrotada. Los balones volaban delante de ambos, la chiquillería se tiraba por los toboganes, los camareros hacían equilibrios con la bandeja para surtir a las mesas de los bares que copaban los soportales. Los minutos pasaban entre el guirigay y aquel alienígena sin voz ni rostro seguía concentrado en una maquinita que, a pesar de su reducido tamaño, había levantado un descomunal muro de silencio entre él y Tasio. De pronto, desde uno de los veladores una pareja pegó un grito llamando a picotear unos humeantes calamares a la romana recién salidos de la cocina. El destinatario de la invitación era su vecino de banco, pero ni se inmutó. Seguía despatarrado, manejando mudo los pulgares con la habilidad de un neurocirujano, inmerso en una pantalla que le pedía pasar otra pantalla, superar el siguiente nivel, matar a los monstruos. El mundo que giraba alrededor de la plaza se había parado en aquel extraño ser que el abuelo por fin reconoció. Era un niño.


febrero 2016
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