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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Refugio interior

Refugiados

El yayo Tasio ya tiene decidido donde irá de vacaciones esta Semana Santa. Después de barajar múltiples opciones, cotejar los folletos de las agencias de turismo que han inundado  los buzones y repasar el estado de su cuenta corriente, ha acordado consigo mismo que viajará por su propia casa. Ya tiene casi hecho el equipaje. Cuando meta la última muda en la maleta, se desplazará desde su dormitorio hasta el resto de las estancias. En el itinerario disfrutará de la arquitectura minimalista del pasillo. Un pasadizo sombrío con el gotelé desconchado donde tiene alineados en orden cronológico la foto de su boda, la comunión de sus hijos y el bautizo de los nietos. De ahí desembocará en el comedor con vistas a los acantilados del barrio, sin dejar de pasar la oportunidad de echar una cabezadita en el sillón si atrapa algún rayo de sol evadido de los visillos. Vadeará el cuarto de baño con las juntas de los mosaicos ennegrecidas y el suelo siempre húmedo por el agua que se escapa de la ducha. La gira, tan limitada como la estrechísima planta de su apartamento sin ascensor ni calefacción, concluirá de nuevo en el dormitorio. Allí tiene previsto tumbarse sobre el colchón con la colcha todavía echada. Un poco para descansar del trayecto y un mucho para tener la seguridad de que si las paredes de su casa se rebelan, si el vecindario se conjura para expulsarle de su hogar, podrá acogerse como refugiado en el único lugar donde tiene garantía de que habita la solidaridad humana.

Imagen: PE


marzo 2016
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