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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

El hombre sin móvil

telefóno

Al acabar de charlar le pedí, por favor, su número de móvil. La solicitud venía adjunta a la promesa de que recurriría a él exclusivamente en caso de necesidad y a una hora razonable. Sólo lo marcaría si fuera preciso confirmar un dato, matizar alguna idea o aclarar un concepto para no incurrir en confusiones al transcribir. Se encogió de hombros, esbozó un sonrisa neutra y confesó lo inconfesable: no podía dármelo. La revelación ulterior elevó el nivel de conmoción. No se trataba de preservar su intimidad. Ni siquiera un tic de desconfianza que pudiera malinterpretarse. Simplemente, no tenía móvil. Ni un dispositivo de última generación ni de primera. Ninguno. Lo más impactante para un adicto por obligación a un smartphone como yo (como usted) es que quien reconocía su orfandad tecnológica no era un niño en tránsito a la adolescencia al que sus padres se resisten a regalar un terminal en desuso. Tampoco un abuelo de esos que se quedaron anclados a un teléfono rojo de góndola y piensan que PIN es el diminutivo de pan. Aquel insumiso del móvil tenía trabajo, familia, amigos. Cobertura y wifi gratis. Tenía pulgares con los que teclear un whatsapp, orejas con las que recibir una llamada, piernas para hacerlo en movimiento. El hombre sin móvil no se excusó. Ni sentía ni debía hacerlo. Tomó el boli y escribió nueve números sobre un papel donde podía localizarle sin problema. Una especie de jeroglífico que empezaba por un extraño 941.


abril 2016
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