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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

El papel de la memoria

El futuro de Unipapel se antoja cada vez está más arrugado. En el rostro de sus 64 empleados se dibujan unas estrías tristemente demasiado vistas ya: las que provoca ver pasar los meses sin cobrar la nómina y comprobar que los pedidos escasean. La piel empieza a contraerse con el runrún de inversiones de interés incierto, sigue agrietándose al certificar que las máquinas cada jornada funcionan un poco más lentamente y se hacen cicatriz el día que no aparece un compañero de turno. Ojalá las movilizaciones surtan efecto. Que las conversaciones con la dirección abran un resquicio, por pequeño que sea, en el encapotado futuro de la compañía. Porque si no es así, con la verja de la planta se cerrarán además colateralmente un puñado de recuerdos imborrables para una generación entera de logroñeses. Aquellos que de mocetes, en los pupitres de melamina verde de un colegio de EGB, escuchaban del profesor que al día siguiente en vez de clase había visita a una fábrica. La chavalería cruzaba los dedos y saltaba de alegría si el autobús les llevaba a Unipapel. Allí olía a celulosa recién tratada –un aroma sólo equirable al de las galletas de chocolate en Marbú en otra de las excursiones míticas–, el tamaño era el de los grandes blocs de dibujo o las libretas que cabían en el bolsillo y el color, tan brillante como las tapas del rebosante material que el visitante se llevaba a casa en una bolsa (de papel) al concluir el recorrido como el mayor regalo que la industria riojana podría darle.

Fotografía: Justo Rodríguez


mayo 2016
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