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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Paso de cafres

atropello

El yayo Tasio tiene que cruzarlo todos los días, y todos los días lo cruza con un nudo en la garganta. Es aparentemente un paso de cebra vulgar. Una anodina sucesión de franjas blancas y negras dibujadas en paralelo sobre la carretera a las que tampoco vendría de más un brochazo renovador. Pero el problema no es que las rayas estén desdibujadas. Su principal característica es que resulta invisible a los conductores. La vía es ancha y la visibilidad razonable y, sin embargo, los coches lo atraviesan sin miramientos entre el pavor de los viandantes a que la brea acabe teñida con su sangre. Con esa prevención, el abuelo saca primero la cabeza desde la acera para certificar que no viene ningún vehículo. Si el camino está expedito, acelera la marcha todo lo que el reuma le permite. O si coincide con otros peatones que van por la misma ruta, se cuida de caminar a su lado a modo de escudo por si el accidente se consuma. Esta mañana no hay nadie a su alrededor. Espera unos minutos y sigue solo ante el paso de cebra. Otea el horizonte y por fin se decide avanzar. De pronto, a lo lejos, un todoterreno. Pánico. Intenta apretar el paso, pero no da para más. Tasio se queda quieto, cierra los ojos y el coche pasa a unos centímetros de su cara levantando una ola de aire que le hiela el rostro. El abuelo le pega un grito. El piloto le devuelve un bocinazo.  Con el corazón aún agitado, el yayo llega a su destino en el bar del otro lado. Pide un café mientras hojea el periódico. En las páginas centrales hablan del enésimo atropello en la ciudad.

Fotografía: Juan Marín


enero 2017
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