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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Amenaza interior

DOCU_RIOJA

A cada atentado yihadista se lenvanta una voz unánime de condena. Casi no han acabado de resonar las bombas, atropellar las camiones o blandir los cuchillos y en la bandeja de entrada del correo electrónico brotan los comunicados de repulsa que son, en realidad, un solo comunicado tan contudente como obvio. En paralelo, todas las gargantas en una reclaman normalidad. Que los terroristas no se salgan con la suya y la gente continúe inalterable su vida cotidiana. Contra la barbarie, rutina. Y el mensaje cala en cuanto los informativos olvidan el ataque y los periódicos dejan de hablar de los héroes. Los turistas siguen volando a Londres, los viajes de estudios eligen París como destino, nadie se privan de comer mejillones en Bruselas. La estadística vence al miedo y se impone la confianza en que, si algo malo sucede, es improbable que uno esté ahí en el momento fatal. Demasiados miles para que la mala suerte no se fije en otros. Esto es Occidente, donde los atentados son menos y los muertos valen más que en Oriente. Sin embargo, la semilla del terror que siembran los cinturones llenos de explosivos germina mucho más cercana como quieren los terroristas. A veces en el bloque de enfrente, si la inquilina viste un velo. A la vuelta de la esquina, donde dicen que va abrir una mezquita. Nadie dice nada. La vida sigue igual. Pero las miradas se enturbian. La convivencia se enrarece y nadie se atreve a confesarlo. Y un día, cuando vuelve a estallar otra bomba allí lejos, aquí cerca se cierran puertas.

Fotografía: Juan Marín


junio 2017
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