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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Siempre libro

librosEl mejor regalo que le hecho al yayo Tasio es el que nunca le di. El día de su último cumpleaños se me pasó por la cabeza comprarle un libro electrónico. Además de acumular un catálogo inabarcable de rarezas, el abuelo siempre ha sido un lector voraz como atestiguan las abarrotadas estanterías de su casa, así que vi en aquel dispositivo el obsequio idóneo para alguien único. No recuerdo por qué retrasé comprarlo y la mañana que le invitamos a comer –él nunca lo hace, no sé si por negar que se hace viejo o evitar sólo aflojar la cartera– me presenté a la mesa con las manos vacías pero adelantándole que en breve tendría todas las novelas que quisiera a su disposición en formato electrónico. Tasio escupió la cucharada de caparrones que acaba de meterse en la boca y amenazó con desheredarme mientras engolaba la voz defendiendo sus libros de papel. Los cientos que tiene y los que dejará de tener. Porque la liturgia literaria del yayo no sólo incluye oler los capítulos antes de devorarlos, sino acariciar las tapas, doblar la esquina de la página cuando el sueño le vence, manchar los márgenes. Y sobre todo, regalar los que más le gustan en cuanto llega al punto final, igual que recibe los que sus amigos le entregan para que experimente las sensaciones compartidas. Porque los libros no son para el abuelo un patrimonio material, sino un hilo que cose imaginaciones simétricas y convierte en su dueño a quien lo tiene en las manos. Y esa carnalidad, dijo antes de soplar las velas, nunca podrá ser plástica, fría e inodora.


agosto 2017
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