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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Macondo mío

En cuanto supe que había muerto le fui a buscar. Lo hice con esa pesadumbre untada de vergüenza que provoca hacer lo que debes pero la desidia dilata hasta que sucede una tragedia. Sin embargo, él había perdonado todos estos años mi imperdonable desfachatez de no visitarle y continuaba aguardando como siempre. De pie, con el lomo a la vista de todos y las solapas amarillas, marcialmente alineado en lo alto de la librería con el resto de las Selecciones Austral que no recuerdo dónde ni cuándo compré o quizás robé. Ese ejemplar de ‘Cien años de soledad’ no tiene el empaque que luego traerían ‘Doce cuentos peregrinos‘, ‘El otoño del patriarca‘, ‘La hojarasca‘ y todos los demás que me regalé en ediciones caras con tapa dura. Sigue como lo leí el primer día: con las hojas apergaminadas, el ocre asomando por los bordes y la dinastía de los Buendía ramificada en el prólogo desde José Arcadio hasta el último Aureliano. Ahí dentro permanecen también los subrayados que a saber por qué me llevaron a tatuar páginas tan perfectas -«el aire lavado por la llovizna de tres días se llenó de hormigas voladoras; entonces cayó en la cuenta de que tenía deseos de orinar»- pero sobre todo se mantiene el Macondo al que aún hoy aspiro exiliarme entre plagas y gallinazos. Ese territorio donde lo extraordinario siempre es posible y la ignorancia la mayor de las virtudes. El único lugar en que, como en mis estanterías y otras tantas, seguirá viviendo Gabriel García Márquez después de muerto.


abril 2014
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