En este país, durante años, hubo dos sueños colectivos que impulsaron la acción ciudadana y política desde los albores de la dictadura: conseguir la democracia y entrar en Europa. La pertinaz sequía democrática que vivió España alimentó durante décadas el deseo de articular la participación política a través del sufragio universal, un derecho que parecía inalcanzable y que se hizo realidad tras multitudinarias manifestaciones. Al grito de la canción de Jarcha: “Habla pueblo habla, habla pueblo sí, no dejes que nadie decida por ti”, conseguimos el primero de esos sueños y la democracia llegó a todos los rincones de España de igual modo que la primavera, con naturalidad. El segundo sueño, entrar en Europa, se alcanzó en 1985. Franco había solicitado el ingreso en 1962, pero ser un régimen democrático era un requisito indispensable que España estaba todavía muy lejos de cumplir.
Ya ven lo que cambian las cosas. Mientras las calles del mundo se llenan de ciudadanos pidiendo progresos democráticos, aquí, en la vieja Europa, la cláusula contractual del “habla pueblo, habla” ha quedado en suspenso y la hibernación del derecho al voto ha comenzado precisamente en Grecia, cuna del concepto de democracia. Italia le ha seguido en la implantación de sendos gobiernos integrados por supuestos técnicos que, sin pasar por las urnas, van a gobernar ambos países. No lamento el relevo de Berlusconi que, elegido reiteradamente por el voto mayoritario de los italianos, ha utilizado la democracia en beneficio propio y para eludir la acción de la justicia. Pero, pese a todo, no deja de removerme el hígado que sean los mercados, Merkel y Sarkozy quienes hayan precipitado su caída en aras de una supuesta salvación nacional. La tecnocracia y la injerencia exterior han sustituido a la democracia. Y ello, pese a que son los propios partidos políticos los que se han puesto de acuerdo para no vulnerar sus constituciones, ni perder su capacidad de influencia en los resortes del poder. Ellos mismos han querido dar un aire democrático a la elección de sus dos nuevos primeros ministros, Papademus y Monti, pactando en la oscuridad de la noche. Al amanecer del siguiente día, no tuvimos la sensación de que tanta renuncia democrática hubiera servido de mucho. Los susodichos mercados han seguido atacando a la deuda italiana con los tanques y con el resto de la artillería pesada.
El tiempo dirá lo que este experimento da de sí. El hecho es que las conquistas de años pueden desaparecer si prevalecen nuestra apatía y nuestra resignación. Sólo el miedo y la incertidumbre han podido conseguir nuestro silencio cómplice. Únicamente desde ese prisma puede comprenderse la condescendencia con la que han sido aceptados, por los ciudadanos de sus respectivos países, unos presidentes que ellos jamás hubieran elegido porque nunca ambos se hubieran presentado para tal fin.
Cabe también preguntarse, cómo estará el nivel entre la clase política para que los mismos políticos hayan decidido recurrir a alguien fuera de sus propias filas. Quizá los partidos políticos, que articulan el sistema, deban comenzar a replantearse en serio la situación. Deben evitar que la mediocridad de los políticos acabe con la grandeza de la política, la que debe ejercerse por representación y en beneficio exclusivo del pueblo soberano y que no se fragua lejos de las inquietudes del ciudadano. Es cierto que estamos en una nueva etapa de la que no sabemos qué nuevo mundo va a nacer, confiemos en que no sea una era de simulación democrática y esperemos que alguien sea capaz de administrar un poco de “valium” a los mercados, en nuestro nombre y en el de nuestra creciente indignación. Mientras tanto, el domingo, los españoles podemos ejercer nuestro derecho al voto. Yo recomiendo que votemos. Ya hay bastantes cosas en la vida en las que otros deciden por nosotros. ¡Qué no sea ésta nuestra última vez!