Siempre que en España hay huelga general el ritual se repite, hay siempre dos batallas a ganar: la guerra de las cifras y la de los argumentos. La de las cifras resulta hoy desoladora de analizar, sobre todo si tenemos en cuenta que uno de cada cuatro españoles en edad de trabajar está en paro, mal pueden ejercitar su derecho a la huelga quienes están privados de su derecho al trabajo. Otros muchos no pueden permitirse el lujo de perder el salario de un día porque los gastos cotidianos y el pago de las hipotecas agobia cada día más según se va perdiendo poder adquisitivo y se incrementa el riesgo de pérdida del empleo. Si pensamos en los autónomos y en las pequeñas empresas no hay duda de que están con el agua al cuello contando cada euro que entra en la caja y valorando si tendrán que echar el cerrojo el mes que viene. También están, entre los trabajadores, quienes no pueden permitirse el lujo de decidir libremente por temor a ser despedidos ipso facto y otros muchos, como toda la vida, creen que las huelgas no sirven para nada y que por eso es mejor no hacerlas. Yo siempre he creído que si nuestros antepasados no hubieran hecho huelgas durante la revolución industrial quizás hoy los menores de edad trabajarían en las fábricas y la esclavitud no se habría erradicado, sin olvidar que en los países donde en la actualidad no se pueden convocar huelgas generales la explotación y la esclavitud todavía pervive.
Me cuento entre los trabajadores que han secundado la huelga en la creencia de que ante este desolador panorama que vivimos es necesario dejar claro a quien corresponda, que los esfuerzos colectivos que se nos exigen no están siendo equitativos como tampoco en la bonanza lo fueron los repartos de beneficios. Como dicen algunos, en vez de sacrificios se nos está sacrificando en la parrilla de una austeridad ficticia porque se ahorra de algunas cosas básicas mientras se sigue despilfarrando en otras que resultan sangrantes. Además, al contrario de lo que hacen los bomberos, rescatamos bancos pero no personas y en toda esta incomprensión está el germen del malestar. Algunos dicen que la huelga da mala imagen de España cuando, a mi juicio, peor imagen da la existencia de tanto incompetente en puestos claves para nuestro futuro. Yo creo que la mayoría de los que han hecho huelga y otros muchos que han llenado las calles españolas en las manifestaciones posteriores, ni siquiera están de acuerdo con la reivindicación de los sindicatos de conseguir un referéndum, lo que quieren, además de trabajo, es que no se desmorone el edificio frágil que alberga nuestros derechos básicos como personas, que no se desmantele nuestra sanidad y enseñanza públicas y que no se quiebre esa tenue red social que habíamos logrado extender para proteger a los más débiles: discapacitados dependientes, enfermos de alzhéimer, ancianos, etc. Luchar por la defensa de nuestros derechos comunes creen algunos que no sirve para nada, pero no encauzar la protesta todavía sirve para menos. Ahí tenemos el ejemplo de los desahucios, ha sido la persistencia de la protesta la que ha obligado al gobierno y a la clase política a negociar una alternativa que hasta ahora se habían negado a buscar aplicando una ley que raya la usura. Es lamentable que en este país hasta que no hay muertos no se buscan soluciones, por eso la única esperanza de futuro que tenemos es la que como sociedad nos procuremos nosotros mismos y como siempre en la historia hay que luchar contra lo que nos ofrecen como único destino porque la resignación es, en sí misma, el triunfo del poder económico sobre la mayoría social.
Por tanto, señores que están ahí arriba mirándonos sin comprendernos sepan que son ustedes los que debieran esforzarse en comprendernos a los que estamos aquí abajo esperando que se encienda la luz al final del túnel y en vez de dedicarse a contar cuantos manifestantes y huelguistas hubo se sumen a la realidad por la que hace tiempo que no transitan.