Es evidente que el pasado fin de semana la realidad atropelló a Artur Mas y lo dejó como en las viñetas de Mortadelo y Filemón remostado en la pared con el pelo un poco despeinado y, eso sí, con la senyera en que se había envuelto en una mano y el resumen de una encuesta elaborada por sus amigos en la otra. Hasta el más despistado, sin hacer ningún esfuerzo, ha escuchado el golpe de la bofetada: Ploff¿¡¿¡ Pese a sus intentos de recomponer la figura lo cierto es que el oportunista presidente de Cataluña no ha podido todavía sobreponerse a tanta adversidad inesperada a sus delirios. Parece ser que el día en que tomó la decisión de convocar elecciones anticipadas, subió al monte Tibidabo y al contemplar la inmensidad de Cataluña creyó que todo lo que divisaba en el horizonte era simplemente suyo. Bromas aparte, creo que la lección que ha recibido Artur Mas, hoy transmutado en minilíder convergente, y el resto de su partido deben ser motivo de reflexión para unos y para otros.
Es cierto que en épocas de bonanza cualquiera aparenta ser un buen gobernante: asiste a actividades sociales, inaugura actos, preside galas, corta cintas y besa niños alternativamente, es decir, un día sí y otro también. Cuando las cosas van mal, algunos pensamos que el político debe poner más dedicación e interés en lo que hace y hay que exigirle más capacidad de comprensión de la realidad que a cualquier otro porque para eso eligió el camino de la representación pública de la ciudadanía. El problema de Mas y de su partido es que además de partir de un error intrínseco a la propia esencia de los nacionalistas, que se consideran a sí mismos los verdaderos representantes del territorio-nación y de los que allí viven, ahora habían creído que sólo ellos eran capaces de interpretar los deseos de los supuestamente representados. La realidad les ha mostrado que ni eran dueños de sus voluntades ni les inspiran la confianza necesaria para entregarles mayorías excepcionales ni siquiera temporalmente. Por eso el fiasco es doblemente inmenso.
Seguramente el sentimiento catalanista es creciente pero cuando por la mañana el ciudadano de Cataluña se levanta lo primero que hace es toparse, no con lo que cuentan esos periódicos que con tanto afán leen los políticos, sino con la realidad que ahora tiene una dureza en lo humano y en lo cotidiano bastante ineludible. Estoy convencida de que cuando una gran parte de la población se asoma cada amanecer al abismo de la incertidumbre del futuro, no quiere que le añadan a su lista de problemas factores que incrementen su inseguridad y la apuesta de Mas era solamente una estela para huir de la verdadera realidad, de esa que los catalanes, como el resto de españoles, quisieran poder cambiar a mayor velocidad y con mejor redistribución de la carga. Los fuegos de artificio son tan hermosos como efímeros y esto es en realidad lo que Mas ha ofrecido a su pueblo pero los ciudadanos, libre y soberanamente, le han respondido alto y claro. Una vez más el ciudadano ha entendido el mensaje que le enviaban desde las alturas bastante mejor que sus gobernantes. Si Artur Mas hubiera comprendido el veredicto inapelable de las urnas habría dimitido antes de que en el reloj, como en la Cenicienta, sonaran las doce campanadas del domingo electoral. ¿¿Dimitir??, ¿qué extraño verbo es ese qué jamás se conjuga en España? Ahora Mas es uno más, uno de tantos de esos políticos actuales que se niegan a ver la realidad que les rodea y que llevan a sus espaldas dos penitencias, la suya y la nuestra. Pero nosotros desde la calle ya sabemos que quien se resiste a dimitir cuando ha llegado su hora es, aunque se niegue a creerlo, un fantasma que vagabundea por el mundo sin encontrar su destino.