En España cuando acontece una catástrofe ponemos el grito en el cielo, los gobiernos anuncian inmediatos cambios en la legislación vigente, “para que nunca más vuelva a ocurrir” lo que sea que haya pasado y en ese clima, casi siempre a causa del terrible dolor producido alimentamos intensas polémicas hasta que el olvido destierra de nuestra mente el infortunio. Al final sólo quedan los afectados abrazados a un desgarro tan profundo que no quedará jamás paliado ni por leyes improvisadas ni por millonarias indemnizaciones. Así de dura es la vida. Si en España sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena en el resto del planeta pasa tres cuartos de lo mismo. La terrible matanza de Newtown ha puesto de nuevo ante los ojos del mundo cómo cualquier demente, armado hasta las cejas con pistolas y fusiles de asalto comprados legalmente, puede en unos segundos de enajenación dejar un reguero de sangre que suma veintiséis cadáveres.
Desgraciadamente ni es la primera vez, ni creo que vaya a ser la última. Los americanos después de cada episodio de estas características abren un proceso de discusión que luego olvidan hasta la siguiente tragedia. Es cierto que el presidente Obama ha anunciado medidas que regulen y restrinjan las ventas de armas y que asumiendo el sentimiento colectivo ha declarado que está claro que los americanos, respecto a su relación con las armas, tienen la obligación de cambiar. Ya veremos. Le deseo suerte en ese empeño a Obama pero me invade el escepticismo. Tras la cruenta matanza he escuchado a un senador norteamericano explicar que si los profesores del colegio hubieran tenido armas hubieran podido utilizarlas para defender a los niños. Imaginaba escuchándole el sonido del fuego cruzado que se hubiera producido y no tengo dudas de que hubiera habido probablemente más muertos y, sin duda, muchos más niños traumatizados por una escena que, en sí misma, ya produce un pánico que ha dejado una impronta indeleble en las mentes de esos niños de pocos años que han quedado marcados para siempre en sus infantiles recuerdos.
Cierto que la pasión colectiva por las armas de fuego de los estadounidenses no tiene parangón. En Europa nos resulta extraño ver a los padres instruir a los hijos en el uso de armas automáticas de gigantesco tamaño y precisión, la propia madre del asesino de Newtown era una amante de las armas. Cada uno entiende la vida como le da la gana, pero presiento que mejor que empuñar armas es enseñar a abrazar al otro, abrir el corazón a sus problemas y, como hablando se entiende la gente, en este mundo de inmensas soledades y de creciente incomunicación, pese a la apariencia de lo contrario, charlar más con hijos, padres, hermanos y vecinos da más seguridad personal que desplazar fríamente el percutor y presionar el gatillo del frío revólver.
Lo cierto es que durante la campaña electoral americana las ventas de armas se han disparado por temor a modificaciones legales. La Asociación Nacional del Rifle justifica en EEUU la tradición de portar armas como algo intrínseco a su cultura y, al otro lado del mundo, en Pakistán líderes talibanes, apelando a la tradición islámica, han matado a los equipos sanitarios que vacunaban contra la polio a los niños, una enfermedad endémica en el país. Esta vez la excusa ha sido que se trata de un complot de occidente para esterilizar musulmanes. Parece ser que algunas tradiciones solo fomentan el fanatismo y éste la locura que siempre acaba en muerte.
En fin, amigos lectores si en Navidad nacen niños confío en que nazcan libres y recomiendo dedicarnos más a besar a amigos, vecinos y demás familia ya que siempre es mejor el calor que procura el pecho ajeno que despertarse abrazado a una escopeta de cañones recortados. FELIZ NAVIDAD.