Sin saber por qué cuando finaliza un año y comienza otro hacemos peculiares balances personales o colectivos y en nuestras mentes se fijan pensamientos, se remueven incertidumbres o se incuban esperanzas. A mí el comienzo del año me ha traído, no sé bien la causa, el recuerdo insistente de la muerte del filósofo Miguel de Unamuno. Amanecía el año 1937 cuando el incansable don Miguel fallecía en Salamanca. Fuera de España, en París, otro pensador, José Ortega y Gasset, que había mantenido interminables polémicas con Unamuno, escribía: “Ignoro todavía cuáles sean los datos médicos de su acabamiento, pero sean los que fueren estoy seguro que ha muerto de «mal de España»”. No se equivocaba Ortega, en los últimos meses de su vida a don Miguel le dolía tanto España que probablemente pensó que ese mal colectivo no tenía remedio.
Eran tiempos muy difíciles para los españoles, no hay comparación posible, aunque sí podemos decir que en los últimos meses muchos ciudadanos padecen de una creciente desazón por España. La frase más repetida del fin de año ha sido: ¡Esperemos que el año que viene sea mejor que éste! Hay una sensación generalizada de que este año se han malogrado demasiadas cosas que, hoy por hoy, parecen irrecuperables. Hay más gente que ha perdido su empleo que los que lo han encontrado, hemos retrocedido en derechos, han empeorado los servicios básicos, hemos perdido poder adquisitivo y sólo ha crecido la desigualdad social, la pobreza y la desesperanza. Por mucho que el gobierno insista en que el próximo año será el del despegue económico, lo cierto es que en la ciudadanía se ha instalado la incredulidad. Son más los que presienten que 2014 será más parecido al año que se ha ido que a uno de bonanza. Otros piensan, como el humorista El Roto, que ha finalizado la recesión pero que ahora comienza la miseria. En definitiva, un cierto pesimismo, cada vez más extendido, nos invade a los españoles desde hace meses. Tenemos la sensación de que este país no levanta cabeza y retrocede en el tiempo del mismo modo que los miembros de la generación del 98 se convencieron de que España, tras el desastre colonial, se alejaba de su pasado esplendor. Pero si al declive económico unimos la miseria moral en la que transita el poder establecido y las instituciones del estado y observamos que no hay ningún propósito de enmienda en la ciénaga de corrupción e impunidad en la que nadan, no es de extrañar que veamos el futuro no negro sino negrísimo.
Hoy, no obstante, quiero ser optimista. Si hay tanta gente a la que, como a Unamuno, le duele España, algo habrá que hacer para huir a toda prisa de la resignación y el conformismo. Estamos viendo cómo la sociedad está organizando redes de solidaridad para ayudar a los que peor lo están pasando y esto es así porque se ha llegado a tal punto que existe la convicción de que cualquiera puede convertirse en un golpe de mala suerte laboral, en un excluido social, en un mendigo o en un indigente. Este país además de empleo necesita de una regeneración profunda de su sistema político e institucional por ello, en vez de instalarnos en el melancolía, tenemos que ocupar el terreno de la reivindicación, de la reclamación de comportamientos éticos en el ejercicio de la política y de la necesidad de cambiar estructuras de poder que se parecen más a las del siglo XIX que a las que hoy necesitamos. Los inquilinos del poder no son conscientes de lo efímero de sus cargos y de su gloria, ellos creen que lo saben todo, figúrense lo tontos que serán, que decía Unamuno, pero hay algo que desconocen: la fuerza de la razón la tenemos nosotros, ahora sólo nos falta ser capaces de unirnos colectivamente para ejercerla, sólo así podremos vencer y convencer (¿verdad, don Miguel?).