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España huele a pueblo

 

En pleno verano el calor acelera la recolección del cereal, pero en España estos días más que a trigo o a cebada recién segados, huele a elecciones. Los partidos, nuevos y viejos, hacen balance de sus particulares cosechas mientras preparan la próxima batalla electoral. Analizando el panorama no es difícil concluir que los partidos tradicionales, pese al evidente retroceso, han sobrevivido al empuje de los emergentes. Saber que ocurrirá en unos meses es la materia sobre la que se especula con más entusiasmo, no en vano adivinar el futuro ha sido siempre una pasión de los hombres. Algunos afirman que la división derecha e izquierda ha quedado anticuada, pero no nos engañemos, en realidad, ambos bloques ideológicos perviven en la historia porque son una forma de esquematizar formas de ver la vida eternamente contrapuestas.

El poeta alemán Bertolt Brecht, dividió la sociedad entre los de arriba y los de abajo, una fórmula muy sencilla para expresar la dualidad entre poder y pueblo, entre ricos y pobres, entre clases sociales. Bien sabemos que los de arriba de la pirámide siempre fueron muy inferiores en número a los de la base y esos pocos son los que durante siglos han retenido tanto el poder como el dinero. Su conclusión era sencilla: “Hablar de comida es bajo. Y se comprende para los que ya han comido (…) Si los que viven abajo no piensan en la vida de abajo, jamás subirán”.

Es decir para cambiar las cosas es muy necesario tener un análisis muy preciso y certero de la realidad cotidiana vista desde abajo, desde ese lugar en el que el inventario de carencias resulta tan desolador como infinito. Pero, a través de los tiempos, siempre hubo valientes, héroes o locos (según el punto de vista) que combatieron el mal y la miseria y, más allá de los convencionalismos de su época, consiguieron cambiar las cosas. Siempre hubo quienes se rebelaron ante las injusticias y así, en el transcurrir de los tiempos, hemos llegado a disfrutar de un grado de libertad y de equidad envidiables para esos otros mundos en los que nadie respeta los derechos básicos de las personas. Está claro que en nuestra órbita occidental hemos llegado a consensuar una lista de derechos de la persona cuyo simple enunciado resultaba revolucionario hace unos años.

En definitiva, estamos como siempre. Unos juegan a que nada cambie por si lo que viene es peor que lo que tenemos y otros combaten el miedo a transformar una realidad ingrata e injusta para la mayoría y para ello tratan de cambiar al poder establecido. Por eso, coincidirán conmigo, hay muchos que juegan al despiste. En vez de programas políticos parecen elaborar anuncios publicitarios que nos embelesen, que conquisten nuestro corazón y a través de él, nuestro voto. Ese es el juego de estos días en los que más que a la izquierda o a la derecha muchos buscan reinar en el centro. Es posible que el centro político nunca haya existido, como no existe la perfección, pero todos aspiran a conseguirlo como si fuera el santo Grial y ellos los caballeros del rey Arturo. Para librar estas batallas, para ser el centro de nuestra atención se recurre al disfraz, a enmascarar la verdad, envolverla en papel de celofán para tentarnos. Es decir, muchos fingen ser lo que no son, como en tiempos de Oscar Wilde cuando, a finales del siglo XIX, escribía:

-(…) Tu sobrino y yo somos grandes amigos. Me interesa muchísimo su carrera política. Estoy segura de que va a tener enorme éxito. Piensa como un conservador y habla como un radical, y eso es muy importante en estos días.

Estamos, por tanto en el juego de siempre y por eso debemos analizar lo que hay detrás de las palabras y meditar si queremos quedarnos donde estamos o dar un paso hacia adelante tratando de cambiar esta ficción. Todo tiene riesgos, aunque el mayor peligro es perder la esperanza. Las elecciones se dibujan ya en el horizonte, por eso España huele a pueblo, a pueblo soberano.

María Antonia San Felipe

Sobre el autor

Funcionaria. Aficionada a la escritura que en otra vida fue política. "Entre visillos" es un homenaje a Carmen Martín Gaite con esa novela ganó el Premio Nadal en 1957, el año en que yo nací.


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