Con él llegó el escándalo, dirán algunos inmovilistas, aunque lo cierto es que con el papa Francisco llegó un poco de sencillez y cercanía a una Iglesia católica que se alejaba de su feligresía. Hay que reconocer que es un hombre que no deja indiferente a nadie, ni a amigos ni a adversarios. Cuentan que antes de ser papa le gustaba poco ir a Roma y cuando lo hacía, no demoraba su regreso a Argentina. Es lo que tiene Roma, que alberga una nutrida corte de cardenales y personajes influyentes que han controlado el poder de la Curia y que conservan una capacidad de intriga tal que empujaron a Benedicto XVI a renunciar a su mandato papal. Ya se sabe que, a la altura del año 1510, Lutero fue enviado a Roma y el pobre quedó horrorizado cuando constató que, en vez de ejemplo de vida cristiana, el papado y su corte eran un vivero de corrupción y excesos en el lujo y las costumbres. Como reza el viejo aforismo Roma veduta, fede perduta (Roma vista, fe perdida).
La espontaneidad de Francisco ha demostrado una capacidad de sintonía con tan variados sectores sociales que ha roto las barreras de la rigidez vaticana y su voz trasciende el orbe católico. Son muchos los gestos que han sido valorados incluso por los no creyentes. Su propensión hacia a los más desfavorecidos, aunque sólo sea como gesto, demuestra su sensibilidad. No tuvo reparos en calificar de “vergüenza” el terrible naufragio en el que perdieron la vida cientos de inmigrantes en Lampedusa. Desgraciadamente es algo que se repite cada día. “Hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos habituado al sufrimiento del otro!”, ha dicho el papa Francisco, con evidente sentido común.
Hoy, ante el nuevo drama de la llegada masiva de refugiados que huyen de la guerra en Siria, Irak o Afganistán, el papa Francisco ha cogido con el pie cambiado a unos dirigentes europeos, mayoritariamente católicos, pidiendo a la totalidad de la Iglesia que se movilice para acoger refugiados porque la tragedia es inmensa. De nuevo es evidente la falta de voluntad común de Europa para afrontar un problema que hace tiempo se anuncia. Es asombrosa la demora de los gobiernos de la Unión Europea en la toma de decisiones efectivas, algo que contrasta con la voluntad solidaria de sus conciudadanos. Hay que reconocer que Merkel, aunque sea presionada por sus socios bávaros y tratando de no perder la estabilidad de su gobierno, ha sido la más generosa y más realista del total de los dirigentes de la Unión en las medidas a adoptar.
Es escandalosa la postura del presidente húngaro, Viktor Orbán, que lleva días afirmando que “la cristiandad europea prácticamente es incapaz en la actualidad de mantener a la Europa cristiana”, alusión inequívoca a la condición mayoritaria de musulmanes de los que huyen. No conviene olvidar que son personas, ni tampoco que fuerzas kurdas y cristianas en la provincia nororiental siria de Al Hasaka están luchando para contener el ataque del grupo terrorista Estado Islámico (EI). El gobierno húngaro al construir, con presos comunes, una valla con cuchillas (made in Spain) para impedir el paso de gente pacífica y hambrienta que huye asustada buscando el derecho de asilo, al lanzarles gas pimienta y tratarlos como delincuentes está incumpliendo los principios fundacionales de Europa, de una Europa que hace tiempo navega perdida y a la deriva. Mientras cínicamente los gobiernos juegan a repartir asilados como si fueran mercancía en descomposición al Papa le han preguntado: ¿Hasta cuándo habrá que ayudar? -Hasta que Dios quiera, ha contestado. Los dirigentes europeos negándose a afrontar el problema con la cobardía habitual que produce el cálculo electoral pueden convertir la frontera en un cementerio. A lo mejor, querido Francisco, los hipócritas notables de Europa están esperando a que tú bendigas su indecisión o a que San Juan baje el dedo.