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Un infarto simulado(*)

Un día de septiembre de 1989, decidí pasarme por la Vega del Añamaza, junto a Cabretón. Era por aquellos años un excelente lugar para la práctica ilegal de la caza de aves insectívoras con cepillos o costillas – como se les llama en La Rioja-. Pequeños artilugios de alambre con un muelle, en cuyo interior se ensarta una hormiga alada (aluda) a modo de cebo y se coloca armado en el suelo, sobre un pequeño hoyuelo escavado en la tierra…”el paradero”.

Entré temprano hacia una zona en la cual días antes había detectado varios paraderos viejos. Un conjunto de baldíos con higueras dispersas, zarzamoras, junqueras y espinos blancos diseminados. También algún nogal.

Para no levantar sospechas, aparqué mi vehículo oficial – un Land Rover Santana seis cilindros- junto a la valla de un convento cercano, y con mucho cuidado de no ser visto por nadie fui dando rodeos entre setos y linderos de fincas, hasta aproximarme a la zona que quería vigilar. Cuando me acercaba al lugar, en una huerta colindante un robusto agricultor – entrado en años- se dedicaba con vehemencia a la escarda de sus hortalizas. En un principio pensé pasar junto a él sin mayores precauciones, pero luego reflexioné y decidí bordearlo sin que me viera…con esa “gracia” especial que tenemos los forestales.

Lo superé por la derecha como si de un sigiloso fantasma verde se tratara y, aunque pasé a dos metros de su espalda…ni se enteró. Proseguí mi camino y a unos 200 metros alcancé la zona deseada. Recorrí uno a uno los viejos paraderos (que había localizado jornadas atrás) pero todos estaban vacíos. De pronto un sonido seco, seguido aleteo desesperado, llamó mi atención hacia las ramas bajeras de un nogal, a diez metros escasos de mis narices. Me acerqué y para mi sorpresa algún paisano había colocado cepillos en las ramas de aquel árbol y un pequeño petirrojo yacía sin vida aprisionado junto al tronco. Seguidamente inspeccioné los árboles colindantes y comprobé que también tenían colocadas las trampas.

Como ya tenía la prueba (el petirrojo todavía caliente), disparé las otras trampas de las inmediaciones y me agazapé entre una maraña de cañas y juncos, a escasos 15 metros del pobre pajarillo. Eran las 9 de la mañana.

El tiempo fue transcurriendo lentamente y por allí no aparecía nadie. A eso de las 11, la moral empezó a flaquear. Comenzaron las típicas preguntas existenciales y las dudas: ¿me habrá visto llegar el responsable de esto? ¿serían algunos cepillos que alguien olvidó?…¡Seguro que no viene nadie!. Decidí darme dos o tres horas más de tiempo y esperar con paciencia.

De vez en cuando me levantaba un poco a estirar las piernas, que tras cuatro horas estaban entumecidas. En una de estas ocasiones – a las 13horas- observé a unos 200 metros al agricultor que al comienzo de la mañana había esquivado. Estaba fuera de su parcela y se dirigía hacia mi posición con un cubo de plástico en la mano.

Me agazapé precipitadamente en mi escondite y esperé acontecimientos. A los 5 minutos apareció en mi campo visual. Como buen cazador – de infractores- la adrenalina fluyó por todo mi cuerpo ante la tensión. Igual que el león que espera entre la hierba a que la gacela se coloque en el punto exacto.

El paisano se acercó a un espino, recogió una de las trampas que yo había desactivado y la introdujo en el pozal. Siguió caminando hasta llegar al nogal. Se agachó y recogió el cepillo con el petirrojo muerto. Los separó y nuevamente al pozal. En ese momento abandoné mi escondite y me abalancé sobre él. El hombre al verme se quedó petrificado. Su tez morena perdió el color y con buscado cuidado se dejó caer sobre la hierba jadeando. Una vez en el suelo comenzó una letanía de referencias hacia su esposa… ¡Me mata!…¡Cuando se entere mi mujer me mata!…¡Si ya me lo decía, que un día te van a coger!. Yo procuraba tranquilizarlo como podía. Le decía que no era tan grave y que me diera su documentación. Como el señor no paraba de aludir a su esposa -y no me daba los datos- le hable con un poco más de autoridad (toda de la que es capaz un forestal de 20 años) y le conminé a que dejara de lamentarse y me facilitara de una vez su documentación. Momento que aprovechó para comenzar a quejarse del corazón. Se tumbó todo lo largo –y ancho – que era en el suelo y me suplicó que le alcanzara unas pastillas que tomaba para el corazón, que las tenía en una bandolera sobre la moto…aparcada allí donde me señalaba con el dedo. Cogí el pozal con las pruebas (25 cepillos y 6 pajarillos) y me encaminé hacia el lugar donde presuntamente tenía aparcada la moto.

No había llegado todavía al lugar señalado –junto a unos almendros- cuando escuché una motocicleta que arrancaba. Me giré y entre la vegetación vi pasar un bulto blanco…motorizado. Empecé a correr hacia el camino saltando cultivos y ribazos en la intención de atajarlo a su paso. El camino estaba lleno de charcos, que tuvo que salvar en su huida a lomos de aquella “mobilette campera”.

Llegamos al mismo tiempo los dos al camino y me planté frente a él con la mano abierta y el brazo levantado. ¡¡Alto!!…grité, pero el hombre no estaba muy dispuesto a parar y esquivándome a mí y a un gran charco me sobrepasó. En ese momento – superado por el furtivo- grité con todas mis fuerzas…¡Altooooooooooo!. El hombre paró en seco la motocicleta y se quedó inmóvil a 15 metros de mí, sin volver siquiera la cabeza. Me fui para él y le ordené parar la moto. Le eché una reprimenda y me facilitó por fin los datos.

Marchó para casa y allí me quedé yo…todo sudado, con los cepillos, los pajarillos…un temblequeo en las piernas y….sus datos en mi libreta.

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(*) Libro de relatos “Anécdotas de Forestales”. Publicado 2009.

http://www.guardabosques.net/epages/ea1660.sf/es_ES/?ObjectPath=/Shops/ea1660/Products/ANECD1

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