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Loco por incordiar

Optimistas

El optimismo siempre ha tenido mala fama. Vivimos una especie de glorificación del malditismo, de la hosquedad e incluso del carácter agrio, quizá por influencia de la literatura.

A mí también me resultan mucho más interesantes los escritores autodestructivos y atormentados; hay algo oscuramente hermoso, incluso trágico, en la obra del austriaco Joseph Roth que no encontramos, por ejemplo, en la juguetona prosa del británico Gilbert Keith Chesterton.

Curiosamente, ambos fueron grandes bebedores, pero trasegaban de una manera diferente: con cada copa que vaciaba, Roth se hundía más y más en sus insondables abismos personales, mientras que Chesterton encontraba en el aroma del vino clarete un resumen de la belleza sustancial del mundo. En sus ratos de lucidez, Roth escribió una obra monumental y apasionante, pero acabó matándose con el cerebro encharcado, acosado por los fantasmas del delirium tremens. Chesterton murió en la cama, gordo, beatífico y hasta sonriente.

No necesito irme tan lejos. Mi padre superó tres cánceres, acabó con el corazón destrozado y murió demasiado joven. En algunos negocios fracasó, otros solo le salieron medio bien y además se quedó con ganas de viajar y de hacer muchas otras cosas. Pero siempre fue un optimista; incluso un optimista irracional. Creo que ese inexplicable gen ha caído ahora en mi hijo, al que apenas conoció. El otro día le pusieron un examencillo en el colegio. Le pregunté qué tal le había ido. Me contestó:

-Genial. Por lo menos un diez.

Luego me dijo que seguramente había fallado en dos o tres preguntas, pero que no creía que tuvieran ninguna importancia.

No sé si en las pasadas elecciones ganaron o no los suyos. En cualquier caso, les aconsejo fervientemente que lean a Joseph Roth y vivan como Chesterton.

 

(*) En la fotografía, el amigo Chesterton. No me digan que no tenía buena pinta.

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