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Loco por incordiar

Rigodón

Siempre tuvo Mariano Rajoy aire de senador decimonónico, de busto ornamental colocado en los pasillos del Congreso, de personaje de novela de Galdós, con esos discursos castelarinos, repletos de palabras hermosas y olvidadas (ah, quién pillara hoy un buen rigodón).

Lleva don Mariano colgada del rostro una perpetua mueca de estupefacción, asombrado quizá, y también un poco asustado, por todos esos inventos modernos, como la luz eléctrica, el coche sin caballos o el teléfono sin cables, que no anuncian nada bueno y que vaya usted a saber a dónde nos llevarán.

Va don Mariano puliendo hasta la perfección su imagen de prohombre antiguo y conservador, de candidato a una de esas admirables esquelas del Abc, de anciano prematuro que se sienta con su café con leche, su puro habano y su copita de orujo en la mesa del casino, de jubilado socarrón que coloca ruidosamente las fichas de dominó mientras despotrica, a veces incluso con gracia, contra esa ingrata juventud que ya no respeta nada, ni la religión ni la monarquía ni el registro de la propiedad, augustos pilares de nuestra civilización occidental.

Todo le da cada vez más pereza a don Mariano porque todo le parece un lío tremendo y, cuando tiene un micrófono delante, se enreda con las tautologías y le salen cosas surrealistas y sorprendentes, cosas que, declamadas con la entonación justa, parecen versos de Góngora. Uno le oye decir, por ejemplo, «tenemos que fabricar máquinas que nos permitan seguir fabricando máquinas, porque lo que no van a hacer nunca las máquinas es fabricar máquinas a su vez» y se queda pensando en círculos, con las palabras girándole en el cerebro como derviches sufíes, hipnotizado y empequeñecido ante un oráculo imposible de desentrañar que a lo mejor esconde los secretos del universo.

(*) En la fotografía, de Alejandro García para la Agencia Efe, Rajoy, ilusionado, mira a una moza antes de proponerle bailar un rigodón

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