Hace unos días, mientras asistía al parlamento con que Félix Revuelta agradecía el premio Mercurio, caí en la cuenta de que nuestra experiencia como clientes de los bares favoritos se nutre de varios caminos: por un lado, los bares que elegimos según se lleve esa temporada. Por otro lado, aquellos que nos resultan más cercanos a nuestro corazón, los bares adonde acudimos una y otra vez porque representan para nosotros algo más, algo más que bares. Y una tercera vía: los bares que fueron propios de nuestros padres, de donde nos fugábamos espantados porque nos olían a naftalina… y donde sin embargo acabamos desembocando por una pura cuestión biológica. Es decir, a medida que alcanzamos la edad que tenían nuestros padres cuando sus bares predilectos nos parecían demasiado viejunos. Camps. Carrozas, palabra que por cierto ha desaparecido de nuestro vocabulario.
En su discurso de agradecimiento, Revuelta recordaba ante los convocados por el Club de Marketing su propia trayectoria como logroñés. Incluía un emocionado recuerdo a su etapa de pinche en el estanco familiar, que todavía se aloja hoy frente a la fuente de Murrieta, repartiendo según las consignas paternas por los cercanos bares de la calle Laurel y aledaños aquella mercanía formada por cartones de Celtas. Aludía también el dueño de Naturhouse a cómo pasando el tiempo su familia adquirió un bar, que resultó ser un bar que luego me tuvo entre sus fieles, en una etapa supongo que posterior a cuando lo defendían los Revuelta. Se trataba del bar Texas, a cuya máquina flipper estuve enganchado en la adolescencia: sí, el mismo bar Texas ya desaparecido que formaba parte de un trío de locales, el Apolo y el superviviente Tizona, ubicados los tres en la manzana de avenida de Colón entre Jorge Vigón y Villamediana, un trío que ha aparecido ya aquí en otras entradas.
Asi que repasando mi propio ejemplo, reviso la historia de quienes nos precedieron trasegando infusiones, alcoholes y destilados por Logroño y recuerdo que cuando uno vestía pantalón corto (no pantaloneta, ojo) veía a sus progenitores y compañeros de quinta deambulando por La Granja y el Ibiza, o apoltronados en los veladores de La Rosaleda. También frecuentaban el Pachuca y el Ringo cercanos, por supuesto acudía al Milán y el San Remo, aquella clásica ruta, así como se dejaban caer por el Alevi de la Gran Vía, el Llacolén y Lucans de avenida de Portugal y ya de más mayores por el Duque, inolvidable pub ubicado en los bajos del hotel París, así como por el Mesón del Rey (hoy Casablanca) y el Doblón de Portales. El Robinson, Pat Garret y Mi Amigo fueron los garitos de la Zona favoritos de aquella generación, me parece, lo cual significaba que para sus hijos eran los tres que había que evitar a toda costa.
A la hora de disfutar de la cocina local, esos logroñeses que hoy disfrutan de la jubilación fueron devotos de Las Escalerillas y el Buenos Aires, claro, del Carabanchel y del Cachetero, del Iruña y Matute, porque en realidad tampoco había tanto donde elegir. Se habían iniciado en la afición que luego heredamos sus hijos en locales tipo Bolo Pin Club, Rango y otros que uno apenas llegó a conocer y, como el resto de la ciudad, a medida que Logroño crecía iban abandonando los viejos bares de la calle Mayor y alrededores para trepar hacia el ensanche nacido en torno a la Gran Vía y ocupar en consecuencia los bares que allí se fueron alojando, con una querencia común hacia el desaparecido Las Cañas (resucitado ahora como Wine Fandango) y alguna incursión en esos negocios que acarician una cuerda en el interior de cada cual: en mi caso, las expediciones a por el bocata de jamón del Rincón de Pepe de la calle Oviedo, el bar de las piscinas de Cantabria, también el de la Hïpica con su barra exterior… que merecerá una entrada propia un día de estos.
Muchos de ellos han periclitado, otros han mudado su fisonomía hasta quedar irreconocibles. Pero en los que resisten yo he acabado entrando alguna vez, salvando ese temor intangible que tanto respeto me imponía antes su entrada, porque era tanto como ingresar en el mundo adulto. En el mundo de los adultos de cuando yo era un crío o un mocete. Al Ibiza, por ejemplo, suelo peregrinar una mañana cada finales de julio según un rito personal cuya justificación no viene a cuento, pero que sirve para hermanarme con aquel tiempo en que lo frecuentaba de niño y convoco en consecuencia a mis propios fantasmas. Los mismos fantasmas particulares que me parece que invocaba el otro día Félix Revuelta cuando recibía el premio Mercurio, miraba hacia atrás y se veía de crío repartiendo tabaco por la calle Laurel. Cuando el mostrador del Texas seguro que le venía grande porque no era su bar aunque sí lo fuera: era el bar de sus padres.
P.D. Hay bares que se forman parte del itinerario sentimental de cada logroñés y hay otros, raros bares por escasos, donde coincidimos todos alguna vez: esos bares son de todos. Me parece que uno de ellos es el Moderno. Iban nuestos padres y también nuestros abuelos, fuimos luego nosotros quienes formamos parte de su clientela y tengo observado que las nuevas promociones mantienen la costumbre de acomodarse en su barra, hacerse fuertes en la terraza o aposentarse entre el maderamen del interior. Tal vez porque lo lleva en el nombre: el Moderno siempre es moderno.