En alguna ocasión, este blog ha abierto sus puertas a aquellos corresponsales que algo tenían que decir sobre Logroño y sus bares. Hoy contamos de nuevo con estrella invitada: el amigo José Ignacio Foronda aceptó una invitación para que fantaseara con su acreditada clase en torno a un bar mítico donde los haya. El Merlín, icono de una generación logroñesa que alguna vez atracó a sus puertas y vio pasar el tiempo a esa velocidad propia de cuando frisas la veintena. Deprisa, deprisa voló Merlín, pero no tan rápido como para evitar que hoy lo sigamos recordando como lo que fue: EL BAR. El bar donde había que estar. Logroño, finales de los 70: con todos ustedes, Poty Foronda regresando al Merlín. Seguro que os gusta. Y que disfrutáis tanto como yo.
MERLÍN Y AMIGOS
Por José Ignacio Foronda
Igual que el veneno se guarda en frasco pequeño, la memoria se conserva en los nombres propios. Parte de la esencia de mi memoria musical está en el nombre de un bar de vida corta y accidentada que conserva el aroma de un tiempo en el que palabras como libertad o sueños aún tenían alas, un tiempo en el que nosotros aún nos creíamos capaces de volar. El nombre de ese bar era Merlín, y esta es una pequeña historia del Merlín compuesta con la ayuda y la memoria de unos cuantos amigos.
Se decía
El Merlín estaba en el 51 de la calle General Mola, hoy Portales, junto a Calzados Pisa, ocupando un local que hasta entonces había sido una de las muchas tiendas de ropa: Novedades José Luis. El bar se abrió para San Mateo de 1977 y para conocerlo había que estar al loro, pues ningún rótulo lo anunciaba. Yo lo descubrí por casualidad una tarde lánguida y otoñal en que advertí que en el escaparate, donde colgaban unas cortinas de macramé, los maniquíes habían cobrado vida y estaban sentados alrededor de unas mesas de forja y mármol, o bebían de pie junto a un par de veladores. Si esto me desconcertó, no lo hizo menos algo que vi cuando traspasé el zaguán y me asomé al interior: colgada de una peana había una jaula con una radio dentro. Ahora parece absurdo, pero era un mensaje en clave: ahí dentro había que estar al loro.
Se decía que uno de los hijos del dueño de la tienda había vuelto de Zaragoza para montar el bar y vivir en una especie de comuna. Se decía también que tenía un grupo de rock que se llamaba Casablanca, un grupo que era el no va más de la música progresiva y en el que tocaban músicos cuyos nombres sonaban a leyenda y hoy suena a historia: Quique Soriano, Tata Quintana, Chafa Ibarrula y Rúper Gil. Se decía que al Merlín iban jipis, bohemios, enrollados, pasotas y colgados. Se decía que allí se fumaba hachís. Logroño era un lugar pequeño y el Merlín desataba lo “atado y bien atado”.
Recuerdos reunidos
No sé con quién crucé por primera vez la entrada del Merlín, pero ahora puedo entrar al local con los recuerdos que me han prestado aquellos con los que coincidí en su interior. Rebasando el escaparate, con sus cortinas, sus veladores, su transistor enjaulado y el techo cubierto con hojas de platanero, te das con la puerta de una vivienda y, a la izquierda, con un pasillo angosto del que llega un olor dulce y envolvente, como a sándalo, a pachuli o a kif, y la melodía de un piano que suena como agua de lluvia y una voz que susurra “Riders on the storm…”.
Tras el estrecho pasillo, donde se abre un hueco para una mesa con dos sillas y un tablón de corcho lleno de notas (“Vendo Cota 74 con tubarro”. “Doy clases de batería”), se accede a la barra. El mostrador es de madera y a la altura de las piernas los taburetes dejan ver un cinturón marrón con una hebilla de color metal hecho de cerámica. Tras la barra está el botellero, la vajilla y un espejo. Hay cuadros que cambian, algunas fotos y unos pósteres que bien pueden ser de Hendrix o del musical Hair. Al final del botellero, en un rincón, está el equipo de música (un ampli Pioneer, traído de la base americana de Zaragoza) y el mueble con los vinilos. Junto al giradiscos se muestra la portada del disco que suena. Algunos amigos ven el sol de Caravanserai, el disco de Carlos Santana, y otros la foto de Frank Zappa y su banda en Zoot Allures.
Tras un arco también con cortinas de macramé se abre una sala, con dos enormes bafles en los extremos, un banco acolchado y corrido a lo largo de casi toda la pared, unas mesitas y unos cubos donde, envuelta en una neblina blancuzca, está apalancada la basca, meneando la cabeza, con los ojos chiquititos. Al fondo hay una puerta que da a un patio y un poco antes, los baños, que marcan los sexos con unas viñetas minúsculas de Mafalda y Felipe recortadas de las tiras de Quino.
Sentimiento compartido
Iba al Merlín tardes que robaba a las clases de BUP o de COU y horas heridas para escuchar rock’n’roll y sentirme a gusto. Había algo especial ahí dentro, algo que no se puede explicar únicamente con la suma de los elementos: la música (canciones que no podíamos escuchar en la radio, sonidos que nos abrían la mente), la peña (estudiantes como nosotros, chicas con el uniforme del colegio de monjas, currantes, músicos, actores, artistas…), los camareros (Alberto, Amalia, Jose…), la decoración (el macramé, las paredes de madera de palés), el ambiente (ese humo blanco que nos picaba en los ojos)… Entonces tenía la sensación de que solo en el Merlín estaba a mi rollo (y en el rollo estaba la solución, se cantaba entonces). Ahora llego a la certeza de que el Merlín estaba inspirado en las palabras de Timothy Leary dijo en el 67: “Conéctate, sintoniza, pasa de todo”.
Conectábamos, sintonizábamos, pasábamos de todo y acudíamos al Merlín. Supongo que sería exagerado decir que íbamos al Merlín a comulgar rock junto a jipis, ácratas, agnósticos, roqueros, pasotas y náufragos, pero sí que imagino una emoción común y un sentimiento compartido con quienes por allí estaban (y por eso nos dolía tanto cuando íbamos y no teníamos sitio al fondo para sentarnos o, peor aún, cuando llegábamos y el bar estaba cerrado). En aquellos años, 1977, 1978, ir por el Merlín, como dejarte crecer el pelo, calzar pisamierdas, abrigarte con anoraks o con coreanos, llevar discos bajo el brazo o en un macuto militar, sentarte en los coches o en el suelo de la plaza, caminar con las manos en los bolsillos, la mirada perdida o la melena tapando los ojos, la sonrisa de indiferencia y superioridad, una firme mueca de asco y una canción en los labios, se había convertido en una seña de identidad, una pegatina con la que cada uno de nosotros gritaba a ese Logroño provinciano que entonces estaba en medio de una transición cuyo destino se desconocía: “Yo paso”.
De entre los muchos tipos que poblaban el local (y de verdad que los había singulares: el Tronco, el Capitán Veneno, Quique el legionario, Julito, el Pancho, la princesa de Sabina… Y si estos nombres ya no dicen nada, hay quien jura que vio en el Merlín a José María Aznar, acompañado de otro individuo que bien pudiera ser su vecino Miguel Blesa, aunque entonces más bien parecieran una pareja de “estupas”. Sé que suena a chiste, pero cronológicamente es verosímil: Ana Botella había sido destinada entonces como funcionaria en la Delegación del Gobierno y Aznar empezó en Logroño su carrera política por lo que su rostro era visible en el informativo Tele Norte), bueno, decía que de entre las personas que acudían al Merlín, los que más me llamaban la atención eran los músicos, miembros de grupos como Ente, Mezcla, Ozono, Chess, Kronos, Combustión… Algunos de ellos, tiempo después, iban a tener un hueco importante en mi vida. Y fue gracias al Merlín, un bar donde algunos logroñeses de mi generación pudimos reconocernos como amantes del rock y de la libertad, un lugar donde sentimos que los tiempos estaban cambiando… un poco.
This is the end
Vivíamos un destino incierto, en lo político, en lo social, en lo personal. Pero al Merlín el destino le alcanzó pronto, y no tuvo un final feliz. Los tiempos cambiaron y no en la dirección que a todos nos hubiera gustado. El humo blanco que se vendía como chocolate se transformó en polvo blanco que se vendía en papelinas, y la policía comenzó a frecuentar el bar, y no precisamente como colegas sino para hacer cumplir la Ley sobre peligrosidad y rehabilitación social, dictada por Franco en 1970. Lo que pasaba en el Merlín había llegado a la mesa del comisario en forma de denuncias y las redadas y los cierres se sucedían. Los mismos fascistas que apedreaban el escaparate de la librería Pablo Neruda venían a buscar gresca al Merlín el 20-N. Y todo degeneró. Como me dijo un músico con cuya memoria he reconstruido el bar, “El Merlín empezó siendo Woodstock y acabó siendo Altamont”. Dejémoslo así.
Ahora, el Merlín es, más que un paraíso perdido, una isla en la memoria. Una isla habitada por náufragos que ya no esperamos que ningún barco nos salve; pero no nos importa: en el tiempo del Merlín descubrimos que la música era un veneno y era un amigo, y elegimos vivir con ella “until the end, until the end”.
P.D. Esta vez, la postdata también corre por cuenta del invitado. Capítulo de agradecimientos, Foronda dixit: “Gracias a Rúper Gil, Rafael Ibarrula, Chus González Menorca, Susana López de Castro, Hugo Scordo, Alfredo Aguado y Nacho Colis, porque sin vuestra ayuda y sin vuestros recuerdos nunca hubiera podido entrar de nuevo en el Merlín”. Y añade estas anotaciones para explicar las ilustraciones que acompañan estas líneas
Rótulo Merlín
Aunque el Merlín nunca tuvo un rótulo que lo anunciara, este es el que figuraba en el proyecto de reforma presentado en el Ayuntamiento.
Entrada del Merlín
Un croquis, hecho a mano alzada por Alberto Egido, del escaparate y de la entrada del Merlín.
Portales (en los setenta, calle General Mola)
Tras el arco de la izquierda se asoma el escaparate de Novedades José Luis, local en el que se instaló el Merlín. En los otros dos arcos, Calzados Pisa.
Portada del disco de Fran Zappa Zoot Allures (Warner Bros. Records, 1976).
En 1993, el local que acogió al Merlín se abría un Centro del Plastificado. En la pared de la entrada se conservaba el cinturón de cerámica que el bar lució en el mostrador.