A media mañana, Laurel está vacía. ¿Vacía? No. En un recodo de la Travesía, el Soriano resiste abierto. No está solo. Le acompañan La Tavina y La Taberna del Tío Blas, que saludan al paseante cuando ingresa en la calle y le acompañan también el Sebas y El Soldado de Tudelilla. Nada más. El resto de bares permanece con la cancela clausurada, aprovisionándose en su mayoría para albergar a los incondicionales del vermú. Tráfico de furgonetas y carretillas, la banda sonora típica de cuando entrechocan las botellas, chácharas improvisadas a la puerta del bar… Y en el Soriano, gloria bendita. Sus defensores aprovechan que todavía no aparece la clientela para regalarse un almuerzo como manda el cánon logroñés: picadillo y vino de la casa.
Y entre trago y bocado, la moviola se pone a funcionar. Los sorianos del Soriano (los hermanos Pepe, Santiago y Ángel, con Marisol en la cocina) miran hacia atrás sin nostalgia, afinan la plancha de donde saldrán las conocidas golosinas en forma de champis y, millones de tapas después, siguen sin sacar pecho: «Lo que hiciste ayer no sirve de nada», avisa Ángel. Y Pepe asiente desde el fondo del bar, mirando hacia el porvenir.
Ah, el futuro. El futuro se presenta prometedor, porque las nuevas generaciones de la saga ya van tomando su responsabilidades al frente de la castiza casa, nacida en 1972: los patriarcas, el matrimonio formado por Toribio y Úrsula, abandonaron el hogar familiar en Ventosa de San Pedro, rincón soriano próximo a San Pedro Manrique y con el espíritu audaz de los pioneros tomaron bajo su tutela este breve espacio. Apenas 40 metros cuadrados donde se arraciman desde entonces sus vástagos, leales al mandato bíblico de crecer y multiplicarse. Algunas cosas, sin embargo, se mantienen más o menos incólumes, como su pincho estrella. Esa ingeniosa banderilla donde se mezcla el campo (en modo de champiñón) con el mar (adoptando la forma de gamba), agitada por la suculenta salsa marca de la casa, cuyo secreto custodian como si fuera la versión logroñesa de la fórmula de la Coca Cola.
– Por los ingredientes de la salsa no os pregunto.
– No, porque no te lo vamos a decir.
Carcajada breve. El relato prosigue. Se remonta a esa década de los 70, recién fundado el bar y ya con sus champis como bandera, cuando a los dos o tres años la familia empezó a comprobar que su fórmula funcionaba. Que la parroquia distinguía con su presencia los afanes del Soriano por dotar de algo más de vida ese tramo de la calle Laurel que ni siquiera es la calle Laurel en sí: un espacio que se repartían entonces con el Blanco y Negro, La Rueda y el Perchas. Ningún otro bar acompañaba al Soriano y resto de hermanos de la Travesía en su indesmayable peripecia, que acabó triunfando. Hoy, ese rincón de Logroño ofrece el mismo bullicioso aspecto de la calle central y sirve además como pasadizo para completar el recorrido e incluir a la también muy animada San Agustín.
No siempre fue así: en el Soriano recuerdan que en sus orígenes servían alguna otra banderilla más, pero pronto la evolución natural del bar se inclinó por la monotapa, como es norma en otros bares de la calle. No es el único cambio. En general, ha desaparecido el rito del chiquiteo entre semana a cargo de esas cuadrillas multitudinarias de logroñeses conspicuos («Había rondas de hasta veinte vinos»), la feligresía se deriva de modo natural hacia el fin de semana, gana protagonismo el turista nacional y extranjero… Todos llegan atraídos por la fama del Soriano, beneficiario de las ventajas del mundo digital: «Cuando llega, el cliente ya sabe a qué viene». Aunque su corazón dedica un ancho espacio a la parroquia clásica: «El cliente de Logroño es fabuloso».
Lo corroboran mientras recuerdan cuando abrían en San Mateo y antes de poner la plancha a funcionar «el día del cohete ya teníamos a un montón de chavales esperando a la entrada». Una costumbre superada: el Soriano lleva casi una década cerrando en fiestas, aunque sus responsables se quedan por Logroño, tal vez porque les gusta ver los demás bares desde la barrera. Que se reparta el sudor. Porque en el Soriano desde luego se suda. Se suda la camiseta («La plancha se pone a 250 grados», avisan) y se continuará sudando, como confirma el benjamín de la familia, mientras atiende las palabras de sus mayores: «El éxito nunca viene solo, pero no se te puede subir a la cabeza».
– O sea: hay Soriano para rato.
– Sí, lo hay. Para mucho rato.
Larga vida al Soriano.
P. D. Este artículo se publicó el sábado pasado, en el suplemento Degusta que cada semana entrega Diario LA RIOJA. Con periodicidad mensual, acoge en sus páginas esta sección, ‘Nuestro hombre en la barra’, enfocada como homenaje a las buenas gentes que con tanta paciencia nos aguantan desde tiempo inmemorial. A todos les pregunto lo mismo cuando acabo de entrevistarles: a qué bares suelen ir cuando dejan el suyo propio y se convierten en clientes. Y esto me responden desde el Soriano, a través del amigo Santiago: que le gusta el San Mateo de avenida de la Paz y el cercano Claret, también ubicado en ese rincón de Logroño. “Y por la calle Laurel, el Blanco y Negro, el Sebas, el Jubera…”, añade. Como se ve, los bares de siempre.