Le debe mucho la literatura a los malos veranos. Tanto escritores como lectores. Y hasta las criaturas literarias. En algunos casos coinciden las tres facetas. Caso de Mary, de Mary W. Shelley. La inspiración se parece mucho a una tormenta con aparato eléctrico. Las ideas, en cualquiera de sus formas, se alumbran con el mismo chispazo que trae a la vida a un monstruo como el de Frankenstein; o sea, el de Mary, su autora, su doctora, su hermana: él monstruo mismo -podría decirse con toda propiedad-, en su sutura espiritual, en su orfandad, en su anhelo, en su rebeldía, en su ambulancia, en su paralelo con la muerte. En su texto. La literatura, desde la palabra más corta hasta la totalidad del libro, pasando por sus otros miembros -la frase o el párrafo- es un tejido (un texto) de trazos, sonidos y pensamientos importados de zonas incógnitas, o en sombra, o sencillamente de otros. Y fundido por el calambrazo de una tormenta, como la erupción del Volcán indonesio apagó Europa en el verano de 1816 convirtiéndolo en un ‘no verano’ para las estadísticas climáticas; pero sí, en cambio, en un laboratorio poético, con epicentro en una villa ginebrina situada al borde de un lago –buen conductor para la electricidad- y habitada por una extraña y excéntrica comunidad de excelsos poetas pero malos veraneantes; entre ellos Mary, una adolescente que, pesa a su juventud, ya había pasado por varias vidas y por varias muertes. A su edad, ahora la vida se vive un tweet. Me refería a la literatura, a las emociones, a las palabras que la criatura –un niño a todos los efectos- se esforzaba en aprender y balbucear. El monstruo quería romper a expresarse, romper a ser. Romperse, lo que al fin y al cabo era su naturaleza, su configuración. Vendría a ser luego el cinematógrafo, a finales del mismo siglo, un invento frankensteiniano, materialmente: un corta y pega de millares de fragmentos necesitados de un haz eléctrico que los atravesara para poder existir, para poder ser visualizados, requisito actual para cualquier consideración social. Y como frankensteiniano y nigromante el invento tuvo sus detractores. Como los tuvo Mary, claro: como mujer, como autora de entre los muertos y de entre los poetas muertos. Como novia de Frankenstein, tal y como proclamaría el cine, que –por cierto- resucitaría a Frankenstein para el siglo XX. Y aquí sigue, en el XXI, desencadenado, más vigente que nunca, como nuestro walking dead más entrañado, más afín, más familiar, en todos los sentidos. Un igual. La efeméride de la publicación de Frankenstein en 1818 vuelve a situar a Mary en el escenario de este verano o no verano de 2018 en el que nos encontramos. Y su progenie es incesante: películas (Mary Shelley, la de Haifaa Al Mansour), re-ediciones de la novela (espectacular la de Akal), series (se rueda la segunda temporada de las Crónicas de Frankenstein, excelente serie), congresos (nunca otro igual a aquel ginebrino de 1816, el original). Tormentas. Acompañada en ocasiones, de piedra. La del domingo pasado. Una señal. Yo, cuando iba de veraneo de niño, sobre todo me gustaban los días sin playa, con mal tiempo pero con libro. Y si había tormenta fuera, pues mejor. Un libro, por ejemplo, de la “Colección HISTORIAS Selección”, que Bruguera editó entre mediados de los sesenta y de los setenta. Me tocó sobre los diez años, que es cuando antes te empezabas a electrocutar con la literatura o con las películas. De ambas cosas tenía esta colección: texto a la izquierda y viñetas en blanco y negro a la derecha, para contar la misma historia. 60 pesetas. Con ¡250 ilustraciones! se anunciaba en la portada. La de Los diez mandamientos –en versión novelizada- era, de hecho, una imagen sacada de la película. Conservo algunos ejemplares de aquellos no veranos: Simbad el marino, Aventuras de Dick Turpin, Tom Sawyer detective, Robin de los Bosques y los de Julio Verne. Mi primer Verne, en el cine y en los libros fue 20.000 leguas de viaje submarino. Y desde entonces, no hay verano que no me refugie en Verne. Abro el ejemplar de HISTORIAS Selección, de 1967, con traducción de Heliodoro Lillo Lutteroth. Don Heliodoro Lillo Lutteroth era, además de traductor (de Verne, sobre todo), doctor, e hijo del inventor de un célebre crecepelo. Luego no salimos del laboratorio. Veía yo los rayos sobre la playa de Cambrils y comenzaba a leer que varios navíos se habían encontrado en el mar con un objeto, largo, fusiforme, fosforescente, voluminoso y rápido como una ballena… Y ya tenía armada la tormenta perfecta.