De las pocas cosas que se pueden celebrar cerca del Congreso esta semana es el segundo centenario de la inauguración del Museo del Prado. Y eso me lleva a recordar cuando Velázquez nos retrató a mí y a mi familia a finales de los sesenta, del siglo XX. O cuando –a nuestra manera- inauguramos El Prado los Sánchez-Salas. Sucedió en el primer viaje a la Corte. Una mañana desembocamos en el Museo. Mi padre había ido por primera vez haciendo la mili en Madrid. Una mili de tres años y un día, que creo que fue el que empleó para visitarlo. A mí me hacía ilusión por ver a Goya; o sea: por ver a sus majas, ejém, y lo de los fusilamientos del 3 de Mayo. Lo más parecido al cine de aventuras que me pirraba, las de Sandokán, las de Maciste, las del Zorro. Pero la visita estrella resultó ser a Las Meninas, en su sala. La antigua, la legendaria Sala de las Meninas. Sólo con Las Meninas. Y su reverberación. Porque entonces había un espejo en la sala. Bueno, uno sólo no. Había varios. El espejo que busca al otro espejo, que decía el verso de Alberti. De hecho, ¿dónde estaba el espejo? Hay uno dentro del cuadro, sí, y el cuadro entero también lo parece, claro, y luego había otro, enfrente del cuadro, a la izquierda de la salida de la sala…: a éste me referiré. En fin: era como estar dentro del laberinto de espejos de la Feria. Junto con el Callejón del Gato de Valle-Inclán, ‘la Sala de las Meninas’ ha sido el pabellón de espejos mas profundo de nuestro país, de toda nuestra entretela. Ahora, la realidad se deforma sola, no hacen falta espejos deformantes. Pues si una vez en tu vida, mejor de niño, has estado en el interior de aquella sala y has respirado su aire, iba a decir que ya no sales, porque ya siempre dudarás de cuál es tu reflejo y tu lugar en las cosas. Me gustaría, por cierto, pensar que –si pudieron conocer la sala, la cueva original- más de uno de ustedes se verá reflejado en este Ojo de hoy. La Sala de Las Meninas era una cámara dispuesta al modo de una atracción óptica. Recuerdo la experiencia como la de entrar por primera vez en el cine: atravesar, de la mano de alguien, una caja oscura semi iluminada por un haz de luz que se proyectaba desde algún punto, desde algún ventanuco o brecha. Recuerdo el andar con inseguridad, con algo de temor incluso, y entreviendo quiénes se encontraban también allí. Desconocidos. Desde luego, la capilla debía ser más pequeña de lo que a mí me pareció entonces. Pero ya sabemos que la escala es una cosa mental. En la penumbra –velazqueña, como no podía ser de otra manera- no sabías realmente en qué sala habías entrado, si en una del Museo o en la propia estancia del cuadro. No sabías si acaso habrías ingresado directamente en el cuadro, con lo prohibido que en los museos está el acercarse a los cuadros. No digamos meterse en ellos. Las Meninas es el primer cuadro en 3-D. Lo era, al menos, en aquella sala (que a veces pienso si no la habré soñado) que lo singularizaba y a la vez borraba sus contornos. Ahora está reubicado a plena luz, como desclasificado, o como si lo hubieran subido a planta. Como mi padre, de su primera vez en el Museo, ya se sabía el truco, al cabo de un rato de contemplar Las Meninas, nos pidió que nos volviéramos, que lo bueno estaba a nuestras espaldas. Que el cuadro no estaba donde estábamos mirando; si no que estaba detrás. Y aún más: que en el cuadro no aparecían sólo las Meninas, el perro, el pintor, el tipo de la puerta del fondo y toda aquella gente, sino que en el cuadro estábamos nosotros: la familia Sánchez-Salas, cortesanos por un día. Nos volvimos todos y efectivamente, gracias al espejo colocado en la pared opuesta, el cuadro resultamos ser nosotros. Maravilla. Allí estábamos, posando, ante el pincel de Velázquez, convertido en una suerte de pintor ‘minutero’, como los había fotógrafos en El Espolón de mi pueblo. Hubiera valido el reflejo para el libro de familia, si no fuera porque faltaba todavía nuestro hermano pequeño. Pero ése es otro cuadro. De familia numerosa.