El ‘enderezamiento’ de la Torre de Pisa -2,5 centímetros desde el año 2001, según se ha informado esta semana- me parece una noticia de alcance planetario que no sé si he valorado suficientemente. Podría haber sido –luego se verá por qué- portada del Daily Planet. Me parece una catástrofe, como -en un sentido inverso- lo es el hundimiento piano piano de Venecia, que se calcula en 2 milímetros al año. Sólo que a diferencia de Venecia, que se resuelve sobre todo en un sumergimiento poético y romántico, en el caso del legendario campanile a mí me parece que es como si se estuviera produciendo toda una rectificación en el eje de rotación de la tierra. Materialmente. Que se está tocando la maquinaria interior, vaya. Enderezando Pisa, seguro que se están moviendo engranajes y piezas de polo a polo pasando por la esfera central terrestre. Algunas, igual ni las conocemos. Lo cual que podría acarrear un desequilibrio generalizado; es decir: que enderezando Pisa podríamos desequilibrarnos (más todavía) nosotros. En una especie de correlación. Es dejar de inclinarse Pisa y empezar a inclinarnos nosotros. Pronto podríamos empezar a comprobarlo en nuestra vida cotidiana. Yo, de hecho, ya me había notado algo en el espejo del ascensor. No sé si un escoramiento de 2,5 centímetros todavía, pero apreciable en cualquier caso. Pisa es como el pivote que sobresale por el extremo de la bola del mundo que todos tenemos en casa. Anuda, atornilla el Globo. Es su campanario. Una Torre como ésta lleva echando raíces desde que empezó a erigirse en el siglo XII. Y esas raíces han ido haciendo su trabajo hasta asentar la corteza de su perímetro a costa de la tensión de sujeción que le supone al edificio. Enderezarla a estas alturas es como si en su día se hubiera pretendido enderezar a Locomotoro, el chiripitifláutico de nuestra infancia, que se permitía aquel grado de inclinación –como de esquiador en suspensión, pero sin el apoyo de los esquíes- sobre el plano horizontal de la televisión. Se le hubiera quitado toda la gracia y el misterio al personaje. Y a la infancia. Afortunadamente, la inclinación de Locomotoro permanece intocable en nuestra memoria, con el mismo ángulo. En cambio, el enderezamiento de Pisa es una grave alteración, producto del turismo fotográfico. ¡Ay! No era gratis que cada visitante de la Plaza del Duomo de Pisa se hiciera –nos hiciéramos, lo confieso, y ahora me arrepiento- la dichosa fotito con el truquito óptico ése de parecer que la estabas empujando para ponerla recta. Qué gracia, ¿no? Pues foto a foto, y así hasta millones de fotos –multiplicadas ahora, de forma exponencial, por la plaga selfie, los instagrams, etc…- se ha provocado que lo que antes era un mero efecto especial ahora sea una realidad, un fenómeno, que podríamos denominar ‘empuje icónico’. Vean, no obstante, en internet, las perrerías icónicas que le han hecho a la pobre Torre. Lo raro es que se mantenga en pie. Y yo me pregunto: ¿Qué será lo siguiente? ¿Que por la misma gracieta le crezcan los brazos a la Venus de Samotracia? ¿O que le salga nariz a la Esfinge de Gizé? ¿O que levite la Pirámide del Louvre? ¿O qué jibaricen la Torre Eiffel? Tiempo al tiempo. Por no hablar del empeño en completar la Sagrada Familia de Gaudí. Lo del Daily Planet: va a volver que llamar a Superman. En parte, él es responsable de lo que está sucediendo. En una extralimitación de su atribuciones, en Superman III, de 1983, no se le ocurrió otra cosa que, sobrevolando Pisa, de paso –como un turista fotográfico más, pero sin cámara y con superpoderes- empujar la torre y dejarla recta. Lo hizo con buena intención, no me cabe duda, pero eso no justifica su intervención, que nadie le había pedido, pues no había peligro. En la secuencia se veía cómo, de primeras, los vendedores de souvenirs se echaban las manos a la cabeza. Quién quiere una Torre de Pisa tiesa como una vela. Eso es un souvenir vulgar. Un pisa… papeles. Ahora habrá que llamar a Superman para que –muy al contrario- restituya a la Torre de Pisa en su mítica, virtuosa inclinación y así recuperar nosotros nuestro equilibrio, tan inestable, tan dependiente. ¿Y qué opina Galileo de todo esto?