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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

Con el viento

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Las turbulencias actuales han alterado las masas de aire y de resultas el viento del Este nos ha devuelto a Mary Poppins. Yo le agradeceré de por vida al viento -del Este y del cine- que un día, de niño, me trajera a Mary Poppins. A ella, a la película y a todos sus habitantes. Produjeron en mí uno de esos momentos efusivos de la infancia, a los que luego tanto les debes en tu desarrollo integral y que, de paso, te hacen el espectador de cine que ahora eres, pues Mary Poppins trata también de la naturaleza de lo vivo y de lo pintado: véase la fiesta al pastel en el parque. Efectivamente, al menos en mi caso, la institutriz cumplió de largo con su misión en la tierra: enseñar deleitando. Un deleite subversivo, apache, pues sus pupilos descubrirán cómo la playa está bajo los adoquines (de Hyde Park); se contagiarán de una risa con efectos secundarios; se pondrán perdidos de hollín; llevarán al borde de la quiebra a uno de los principales Bancos de Londres y celebrarán con un vuelo de cometas el despido laboral de su propio padre. Cuando nadie subía todavía nada a la nube, Mary Poppins se subió a la suya a una familia del Londres eduardiano, anterior a la gran guerra. Ni en la nube se estaría seguro muy poco después. La primera vez es la locura, claro, la tronadura y la magia (mucho ya, de entrada): el barco en el tejado del Almirante Boom y su inseparable Binnacle, el nonsense de la pata de palo que se llamaba Smith, la marcha sufragista de la madre, la hilaridad crónica del tío Albert, el step in time de los deshollinadores, el carrusel alucinante, casi psicodélico, celebrado en la entretela del parque. Prodigiosa secuencia ésta, que muestra cómo la pantalla de cine funciona como cada una de esas baldosas pintadas por Bert, un maestro de la pigmentación: negruzca en su cara y technicolor en el suelo. En la pantalla de cine, como en las baldosas de Bert, uno querría meterse; estar dentro. Como en el país de Oz, por citar una inmersión similar. No digamos si una vez dentro se puede bailar con un dibujo animado. Una secuencia que cuestiona, también, la propia materia de lo que se ve impreso en el lienzo de la pantalla (¿qué es mas ‘real’ los pingüinos pintados o los actores fotografiados? ¿Se tratan entre iguales? ¿No comparten la misma superficie?). Una secuencia que vista, como la vi, con siete u ocho años, en un cine grande, te vuelve del revés. A esto me refiero cuando digo que contribuye a tu desarrollo integral, porque motoriza tu imaginación, y ya no hay stop. Cuando ves ya de adulto Mary Poppins, o sea: con el viento, con el cine, con el tiempo, cuando las defensas imaginativas te han disminuido a base de batacazos, te das cuenta que trata de dos adultos, de dos viejos amigos y cómplices que, aunque andando ambos por las alturas son de extracción baja –él, un deshollinador Hockney, hombre-orquesta y grafitero, y ella una chica que busca empleo en el servicio doméstico-, tratan de proteger -como habrán hecho antes, seguro, en otras ocasiones- a dos niños del destino impreso en la divisa de la familia; incluso en su apellido: Banks (Bancos). Mary Poppins y Bert intentan de una manera coordinada, veliéndose de todos sus recursos, mantras y un poco de azúcar, un rescate de lo bancario, del tipo de prosaísmo y rutina en los que la city ha moldeado al cabeza de familia, que sólo es un señor Banks, un señor Banco. En los que, en general, el dinero ha moldeado al mundo. Recuerdo: un mundo que en nada irá a la guerra; que se meterá en una pintura negra, no las policromadas de Bert. Esto se ve en los planos en los que él y ella se cruzan miradas tácitas porque saben de qué están hablando (y porque quizás él está un poco enamorado de ella. Pero ella, implacable, sólo baja a lo que baja, salvar almas para el cielo de los sueños). Y es entonces cuando a Mary Poppins le ves un transfondo dickensiano, latente. Y a veces muy explícito, sobre todo en lo que tiene que ver con el dinero y con la fábula fiduciaria. Recuerdo incluso que me producían miedo las secuencias dentro de la sala del Consejo de Administración. Genial idea (y de una calculada, irónica ambigüedad) el que un mismo Dick Van Dyke interpretara a los dos extremos: al deshollinador lumpen y al viejo usurero Mr. Dawes. La defenestración del padre: su figura con el bombín reventado, el cuello de la camisa desencajado y el paraguas desvarillado. La amenaza, en fin, de ruina familiar. O la secuencia en la que Mr. Dawes intenta abrirles una cuenta a los niños con los peniques que estos habían guardado para dárselos a la mujer que en la escaleras de St. Paul vende comida para los pájaros, que no era otra sino la madre de la familia Joad, la familia de Las uvas de la ira, Jane Darwell. A los Joads se los llevaría poco el viento de los Banks.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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