El hedor comienza a ser insoportable y no hay nariz, por muy superlativo que sea el cuerpo al que esté pegada, que lo resista. Que algo huele mal estaba al alcance de cualquier pituitaria desde hace tiempo, pero el grado de descomposición cada día que pasa comienza a resultar tan fétido que las autoridades sanitarias deben estar a un paso de advertir que respirar puede matar.
Si la sociedad es un ser vivo, el diagnóstico sobre la enfermedad que aqueja al paciente no admitiría lugar a dudas: tocados todos y cada unos de los órganos vitales lo que peligra es su mismísima vida. No hay poder del Estado que esté a salvo -ni ejecutivo ni legislativo ni judicial- y el pronóstico reservado de instituciones como la Corona hacen temernos lo peor. De hecho, la pestilencia impregna el ambiente: gobernantes, políticos, jueces… periodistas.
Que aquí huele a muerto ya lo percibe hasta quien se empeña en olfatear en sentido contrario. La sintomatología de la dolencia se ha ido presentando poco a poco, si bien actualmente no hay día en el que no aparezca un nuevo signo de putrefacción que obligue a llevarse el pulgar y el índice a las napias y apretar lo más fuerte que se pueda: que si un Iñaki Urdangarin, que si un Carlos Dívar, que si un Luis Bárcenas, que si una Ana Mato…
A un paso de morir por asfixia no queda otra que abrir las ventanas de par en par y, si no da resultado, derribar los muros. No basta con airear un poco la habitación. No valen pactos para hiperventilar pues la oxigenación pasa por construir algo nuevo. Y es precisamente ahí, en los cimientos, donde cada uno debe aportar su granito de arena. Quedarse en casa con las puertas cerradas es ser cómplice de tal podredumbre.
P. D.
Artículo publicado en la columna quincenal ‘Diario de un Hombre Loco’ de Diario LA RIOJA que, haciendo una excepción ante la situación general de las cosas, trasciende de lo puramente local y se cuela en el blog ‘Nanay de Logroño’…