El escritor Vázquez-Figueroa ha dicho que no se arreglará nada, en este país, hasta que no se ahorque en la plaza pública a veinte banqueros y veinte políticos. Mi amigo Fernando Sáez-Aldana, en este mismo diario, comenta que la corrupción no es algo propio de este momento político, sino que nos ha acompañado siempre, desde los albores de la historia moderna. Cuando el poder es absoluto, la corrupción suele formar parte del discurrir natural de la vida social, aunque nadie pueda hablar de ella; es en democracia cuando se aprecia esta lacra, que parece consustancial a la naturaleza humana, pero no por ello deja de ser detestable. En épocas de bonanza, parece que no es un asunto tan grave, incluso se suele disculpar, esta extendida costumbre de meter la mano, o el brazo entero, en el capazo del erario público, pero en épocas de crisis severas, como la que ahora nos aflige, en la que hay casi dos millones de familias con todos sus miembros en paro, y en la que no dan abasto los comedores sociales para atender a quienes no tienen para comer, resulta escandaloso que no dejen de aparecer servidores públicos que se dedican a enriquecerse, con el dinero que debía servir para atender a quienes lo están pasando mal.
Puede que esto haya ocurrido siempre, pero ahora más, y las causas del aumento habría que buscarlas en los mensajes que la sociedad lanza al individuo, especialmente a los niños. Antes, a un niño se le enseñaba con total claridad la diferencia entre el bien y el mal; el honesto era alabado, aunque no tuviera donde caerse muerto, y el deshonesto criticado, a pesar de su posición; quien conseguía una fortuna de forma usurera era un mal ejemplo social, mientras que el pobre, pero honrado, era digno de alabanza. Los tiempos han cambiado y, con ellos, los modelos sociales; de un tiempo a esta parte se ensalza a quien ha conseguido una fortuna, sin preguntar por su origen, y se proponen, como modelo a imitar, a personajes que harían buenos a los malvados avaros de Dickens. La mayoría ha abandonado la moral religiosa, que definía con claridad los límites del bien y del mal, y muchos no han sabido, o querido, sustituirla por una ética laica, que mantenga a la ciudadanía en los principios del bien y le haga aborrecer el mal y la corrupción.
Si esta ola de escándalos y de corrupción política sirve para que la sociedad recupere los viejos conceptos del bien y del mal –y muestre sus límites de forma visible-, al menos no habrá sido todo en vano. No será fácil. Tampoco hará falta ahorcar a nadie en la plaza pública.
“ALONSO CHÁVARRI”