Que los futbolistas se construyen como modelos en materia de conducta social –haciendo regalos a niños hospitalizados o protagonizando spots contra el racismo– no es nuevo. Si a esto le añadimos un poquito de autosuperación, con el paladín de turno haciendo abdominales fuera de horario laboral, tenemos el producto perfecto. Lo que es más novedoso es que, estos años de crisis y bochorno, al producto le salgan algunas grietas; grietas que evidencian el peligro de un deporte que condiciona el juicio de los ministros: hace unos días, tras desvelarse la posible implicación de un futbolista en un delito de agresión sexual, el Ministro de Interior declaró que esperaba que el asunto no afectase a la selección española. Bandera con toro y olé.
Esas grietas en los productos futbolísticos están visibilizándose en forma de delitos. Son tiempos extraños para el derecho penal, porque cuando las crisis económicas aprietan a las sociedades, la función populista de la punición estatal se sublima. Y en esas que ni el balompié se libra. La cuestión toma importancia si tenemos en cuenta que los futbolistas se han convertido en un colectivo de riesgo penal; por citar solo lo más sonado: Messi y Mascherano pagaban impuestos de aquella manera (vía latitudes tropicales); Gabi, el primer capitán del Atlético que levantará una copa de Europa, anduvo en otros tiempos un poco atareado con el amaño de un partidillo para no sé qué…; a Rubén Castro le alababan el maltrato a su novia desde el fondo sur del Villamarín, qué gracejo; Benzema ha tocado varios preceptos del Código penal, porque como buen deportista se supera a sí mismo (desde sobornos hasta delitos contra la seguridad vial); y ahora, como estrellas invitadas para la función de verano, De Gea y Muniain rondan los delitos contra la libertad sexual…
Este sería un artículo tendencioso si no fuera porque, muchas veces, su función como futbolistas está íntimamente ligada a esas conductas irregulares. Supongo que si sacásemos la estadística delictiva del gremio de los fontaneros, podríamos construir otro opúsculo parecido. Pero lo que diferencia a los futbolistas es que lo que les coloca en esa posición de riesgo delictivo es su status como tales: millonarios, jóvenes y admirados. Y claro, una vez cometido el delito, la valoración social de la hinchada pasa por considerar anécdotas lo que en otras personas es el ultraje que les perfila de por vida. Cosas…
La admiración por estos personajes la labra el periodismo deportivo, que es hoy en España un subgénero hagiográfico dirigido a mentes dependientes. Pero no solo. El otro, el periodismo bueno, toma el deporte como una función de Estado, en cuya suerte radicaría un cierto porcentaje del PIB. Y en esas que han proyectado a los futbolistas como superhéroes que, al lanzarse por la ventana, no vuelan. Por eso no es casual que, cuando estos sujetos atraviesan ámbitos en los que los comportamientos están férreamente normativizados, su irrupción rutilante roce hasta la chispa con la estructura jurídica. Y en ese roce debemos calibrar toda esta impostura construida en laboratorios de imagen.
Dicen de Messi que tiene la facultad de ser muy veloz en pasos cortos, así que puede cambiar de dirección más veces que nadie; Benzema tiene la extraña habilidad de controlar un trozo de cuero hinchado mientras tipos de uno noventa le dan patadas; A De Gea no le ponen nervioso ni un millón de memes, y sigue parando balones como pompas de jabón… Hasta ahí sus méritos, que como cuestión de Estado son un tanto marginales. Puestos a elegir, me quedo con Maradona, que al menos tiene Iglesia propia y no involucra a otras instituciones.