Fumar perjudica seriamente el Gobierno. Si ya lo pone en las cajetillas, hombre. Al final, mira, ha sido el tabaco lo que ha acabado con la presidencia de Mariano Rajoy. La moción se ha hecho esperar hasta este jueves 31 de mayo, día mundial sin tabaco. Por ahí lo han pillado, por donde menos se lo esperaba: su condición de fumador de puros -no sé si todavía en activo, pero en su momento muy pregonao, como diría Mota- le ha pasado la factura definitiva. Por todo lo fumado. Por abusar del principio de «y me fumo un puro», que suena a ese otro adagio tan español de «trago y cigarro que la difunta no vuelve». Ese fumar desahogado, con cuajo; ese fumeque que es un placer genial, sensual; que quien fumando su vida no consume porque el humo cuando flota le suele adormecer. Tango. Lo que sucede es que nos hallamos en el día 2 (y medio) sin Rajoy presidente y no se nota nada. Pero es que en su caso no se aprecia la diferencia entre cuando estaba y cuando no está. E incluso, si miras hacia atrás, parece impensable que haya estado ocho años o casi, ¿no? Y sin embargo los ha estado. ‘Estar’… de aquellas maneras: en esa forma de no estar que tenía de estar. En política ha sido como una especie de fumador de cigarrillos electrónicos. Un fumador para el plasma. Un adormecimiento. Claro que también, si lo piensas, nos parece ahora de todo punto inconcebible el que hasta 2006 se pudiera fumar en el interior de un autobús, o en el pasillo de un hospital, o en un restaurante. Y sin embargo, se hacía. No le sirvió de atenuante este jueves a Rajoy el que votara a favor de la ley antitabaco en 2006; quizá porque también se recordaba que, al tiempo, dijo que era una ley extrema y que vería de suavizarla. Se tuvo él mismo que marchar de España en 2012 a fumarse un puro a la sexta avenida de Nueva York, acosado por el extremismo antitabaquista –eso sería, sí- de un país que por aquellos días lo que fumaba era en pipa. El acto, el momentazo del puro, ha venido siendo para Rajoy como el acto estelar del sentido común. El sentido común, la normalidad, lo que importa a los españoles, el plato tautológico adoptaban, en su pensamiento político, la forma de los hilillos de la fumarola de una Faria. Total, ¿para qué da esto?: nada, puro humo. Cualquier asunto se consume en dos caladas. Y tres telediarios. Llegó a ser Rajoy portada de la revista El fumador, allá por 1996, cuando era Ministro de Administraciones Publicas con Aznar. Y ya dio el titular, la doxa: «fumar es una virtud». El método. Y una fuente de humor marxista. ¿No fue Groucho el que dijo aquello de «Yo puedo asegurarles a ustedes que haré todo lo que pueda y un poco más de lo que pueda si es que eso es posible; y haré todo lo posible, incluso lo imposible, si también lo imposible es posible»; o lo de «Tenemos que fabricar máquinas que nos permitan seguir fabricando máquinas porque lo que no va a hacer nunca la máquina es fabricar máquinas»? El caso es que -volviendo a Rajoy- si el hombre había dejado el tabaco, el jueves, como desquite, se fumó la sesión de la tarde. Esfumándose. Al día siguiente, viernes, y minutos después de que Pedro Sánchez mantuviera una conversación con un escaño vacío –o lleno, al modo de Rajoy-, las penúltimas palabras de Mariano Rajoy Brey, antes de entrar al hemiciclo, ya muy al final, tras fumarse también la sesión de la mañana fueron: «¿Qué hago? ¿Entro?». Impresionante síntesis del personaje. Chejov hubiera dado un brazo por ponerlas en boca de Ivan Ivanovich Niujin, protagonista de su monólogo sobre el daño que hace el tabaco, en el instante previo a subirse al estrado donde se ve obligado –contra su voluntad y su carácter- a dar una conferencia que trata pero sobre todo no trata sobre los males del tabaco, sino sobre los males (propios) de todo lo demás. «¿Qué hago? ¿Entro?»: Rajoy consistió exactamente en esas dos preguntas. Siempre. Y no puedo, en fin, imaginarme mejor figura para interpretar el monólogo de Chejov que al propio Rajoy. Lo que hubiera dado por vérselo interpretar subido en la Tribuna del Congreso; en la misma mañana del viernes, diciendo lo de Ivan Ivanovich Niujin cuando comienza a dirigirse a su audiencia (los escaños llenos pero también vacíos de un teatro): que el asunto de la conferencia le es indiferente; «¿qué hay que dar una conferencia?, pues a dar una conferencia; ¿qué hay que hablar del tabaco? Se habla del tabaco» Aunque no entienda; le da igual a Ivan Ivanovich Niujin. Y en, fin, esto ya es para Sánchez: queremos que el Gobierno sea un espacio sin humo.