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Toda la presión

De cómo se fundió el hombre de hielo (y 2)

Borjn Borg, e

l hombre de hielo, era realmente frío como un témpano sueco y dejó más cosas para la posteridad. Hemos citado en la entrada anterior unas cuantas pero olvidaba otra fundamental: puso a Suecia en el mapa del tenis. Hasta entonces, el circuito quedaba dominado por los yanquis y los aussies, que se repartían la púrpura con jugadores de la Europa meridional (la legión de franceses siempre carente de un número uno, la Italia de Adriano ‘Il Bello’ Panatta, los españolitos con Santana y Orantes a la cabeza) y aceptaban alguna rareza, como Tom Okker, el holandés volador, o el gran Nastase de la Rumanía comunista. La fiebre Borg precipitó un alud de jugadores cortados por el mismo patrón: también eran de hielo, parecían insensibles a la derrota, procuraban pegar el último golpe ganador mientras escondían sus emociones y su melenita rubia seguía haciendo furor entre las fans. Por ese sendero llegó Matts Wilander, uno de los jugadores más pesados de la historia; de una generación posterior salió el tercer gran sueco, Stefan Edberg, que no participaba del gusto por el peloteo de sus hermanos mayores y dejó una anécdota en forma de tragedia: siendo junior, mató a un juez de línea de un pelotazo. El tipo recibió el impacto en la entrepierna, quedó medio inconsciente, cayó al suelo y se abrió la cabeza. Asombroso. Truculencias al margen, como último representante de la escuela del saque-volea, Edberg merece un comentario aparte, así que con su permiso sigamos a lo nuestro.

Lo nuestro es ahora explicar a los más jóvenes a qué sabía Borg, qué tipo de tenista era. Así como algo en Nadal remite al primer Connors, ese aire un poco insolente, su fiereza descomunal, su gen competitivo, en realidad su juego traza una línea de continuidad con el de Borg. Digamos que es el más depurado producto salido de esa factoría donde se provee a los tenistas de una derecha tipo misil, un revés también muy contundente y un juego de fondo, en general, sin fisuras, adornado por una autoconfianza ciega y un par de piernas que permiten un altísimo ritmo, a menudo imposible de seguir para sus rivales. El retrato quedaría amputado si no se añadiera otra marca de la casa: un deseo febril por seguir mejorando, incorporando nuevos golpes a la paleta, buscando la gloria no en su hábitat natural (la tierra batida), sino en escenarios más incómodos. Cuenta la leyenda que Borg sólo triunfó en Londres (y lo haría cinco veces consecutivas) cuando se encerró un mes ensayando el saque sobre la hierba, hasta hacerse con un servicio bastante efectivo para esa superficie. En ese afán perfeccionista también reconocemos a Nadal, cuya singladura es muy semejante. Por su bien, ojalá los parecidos se acaben ahí. Borg fue un tenista precoz y su declive fue también prematuro. Se retiró todavía joven, probablemente bloqueado emocionalmente porque lo había ganado ya todo y no encontraba estímulos en el circuito. El único tenista con quien podía medirse, McEnroe, terminó por atrapar el número uno y nuestro héroe sueco decidió dejarlo. Abandonó el tenis y nos demostró que su genialidad no alcanzaba al mundo de los negocios. Cosechó un fracaso tras otro en cada aventura empresarial y fue dilapidando su fortuna, aunque nunca perdió el fulgor con que todavía lo recordamos. El tenis tiene una deuda con él; si yo también la tenía, espero haberla pagado con este par de entradas.

P.D. En La Rioja también tuvimos por esa misma época a nuestro Borg particular, sólo que se llamaba Eloy Coloma. Juraría que nadie ha ganado más veces el título territorial. En los años 70, no tuvo rival. Era casi infranqueable para el resto de tenistas locales, que encontraban enfrente a una roca. Dotado de un físico exuberante y una enorme potencia en sus golpes, Coloma se hizo a sí mismo: su estilo era manifiestamente mejorable (creo que había empezado en el tenis luego de jugar a pala y le quedaban numerosos resabios), pero como sucedía con Borg (salvemos las siderales distancias, sí, salvémoslas) le mantenía en el número uno su carácter, una fiereza que nadie más poseía. Ese carácter era a menudo mal interpretado y generaba a su alrededor cierta antipatía (llámele usted envidia), pero a mí siempre me pareció la prueba de su singularidad. Conmigo fue siempre simpático, se avenía a pelotear con aquel renacuajo cuando casi nadie de su edad perdía así el tiempo y hasta hubo un invierno en que me inició en los secretos de su preparación física, un camino de aprendizaje del que pronto deserté. Hace tiempo que no sé nada de él, pero en mi memoria permanece como lo que fue, lo que acabo de escribir: nuestro Borg particular.

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