Ion Tiriac es un caballero nacido en Rumanía, de amplios mostachos y el pelo (escaso) ceniciento. Ocupa un lugar destacado en la tribuna de autoridades de cada torneo de la ATP, especialmente si lo organiza él. Desde su asiento ve con su habitual aire aburrido deambular a Nadal, Federer y compañía; como tenista en activo, fue un notable jugador de dobles, lo cual suele equivaler a que estamos ante un chico listo. Cuando dejó la raqueta, pasó al lado de los negocios donde ganó más dinero y autoridad: la suficiente para advertir, hace ya una década, de que el tenis iba camino de despeñarse si no se cambiaba alguna regla: raquetas más pesadas, bolas menos ligeras, cordajes no tan potentes.
Ignoro qué pensaba Tiriac cuando veía en Londres ese monumento de partido entre Isner y Mahut; sospecho que nada bueno. Tenía motivos para ver confirmados sus peores augurios, aquellos que exigían un cambio sustancial en este juego salvo que sus dirigentes lo quieran conducir al suicidio. Sí, a todos nos hace gracia que una cita en Wimbledon derive en un maratón, también alucinamos con los récords batidos en este duelo londinense entre sacadores, es inevitable frotarse los ojos mientras vemos cómo van cayendo los juegos sin que nadie rompa el empate. Y, sin embargo. Sin embargo, la lección que deberíamos extraer de este partido ya histórico es que Tiriac tenía razón: necesitamos nuevas reglas. Hace años, el tenis ya tuvo que cambiar; le obligó otro partido que también alcanzó en aquella época cierta relevancia: jugaban nuestro Pepe Higueras y el italiano Conrado Barazutti una tediosa final en Estados Unidos cuando el árbitro les interrumpió, que decidió suspender el partido. Sólo así logró sofocar el conato de rebelión que llegaba desde la grada, incapaces los espectadores de soportar durante más tiempo aquel plomizo intercambio de golpes. Pasaban los minutos, seguían pasando y ningún de los contendientes parecía dispuesto a acabar con el primer set.
Eran dos jugadores prototipos del tenista conocido en aquel tiempo como ‘cocodrilo’, animal de tierra batida cuyo hábitat natural se alberga tras la línea de fondo, alérgico a la red, refractario al riesgo. Así que aquel árbitro mandó parar y la ATP tomó nota. Estrujó el reglamento para imponer un nuevo modelo tecnológico (perdieron peso las raquetas, ganó terreno el material sintético en su elaboración, la tecnología se incorporó a la fabricación de cordajes) y el tenis cruzó una nueva frontera. Con éxito. Un éxito que fue también su fracaso: propició la aparición de estos trenes de mercancías con una sartén por brazo, armados de paelleras más que de raquetas y con ademanes de jugador de béisbol. (Vaya, me ha salido el retrato de Isner). Sí, aquel cambio de reglas obligó a los tenistas a ofrecer un plus de fuerza, un suplemento de ingenio: así nacieron Nadal y tantos otros. Pero el modelo parece en trance de agotarse; si alguien no hace algo rápido, nos pasará como a la buena gente de Wimbledon: que se les rompió el marcador de tanto usarlo.