Hace unos años, Miguel Indurain enfilaba una cuesta por el corazón de Italia, en dirección al santuario de Oropa. Detrás, al volante, su patrón, José Miguel Echávarri, que ya en la meta, victorioso su pupilo, se confesaba con la prensa: «Ya no hay que decirle nada. Yo iba en el coche y me limité a disfrutar. Qué gozada. Parecía el director de Merckx». Merckx, apodado ‘El Caníbal’, fue uno de los monumentos del deporte del siglo XX, un belga que no se limitaba a ganar: sólo era feliz arrasando a sus rivales. Había en este caballero un gen competitivo similar al que guiaba a Indurain, sólo que añadía otro don: era insaciable. Allí donde el ciclista de Villava veía a un colega de profesión, Eddie Merckx sólo intuía la amenaza de un enemigo. No hacía prisioneros. Se trata del mismo mensaje que el domingo lanzaba desde la opaca hierba de Londres Rafael Nadal, otro deportista genial, uno que viene a poner patas arriba el escalafón, a revolucionar la historia del tenis, con una mezcla de habilidades que harían feliz a Indurain: talento más esfuerzo.
A la misma hora en que Nadal despedazaba a Berdych, incapaz de entender qué lógica debe aplicarse cuando se pisa territorio sagrado, una final de un Grand Slam, un escenario que ya es el cuarto de estar del mallorquín; casi al mismo tiempo en que Borg y McEnroe se frotaban los ojos (uno en la grada, otro en las cabinas de prensa) y confirmaban a la vez que estaban ante uno de los suyos, otro entre los grandes; coincidiendo con esa lluvia de golpes donde se mezclaban la poesía (ese revés cortado, ese sutil saque de zurdo) y la prosa (qué piernas las de Nadal), Merckx se subía al podio del Tour en Bruselas para despachar los premios al ganador de etapa y al maillot amarillo, sin saber que sentado en su asiento de Wimbledon había un caballero que probablemente se sentía hermanado, sin saberlo, con José Miguel Echávarri. Ese señor con gorrita se llama Toni Nadal y el domingo también se pareció al director de Merckx.
Porque su sobrino se ha convertido no sólo en el tenista del momento, un jugador que va lanzado a convertirse este verano en el séptimo en hacerse con todos los títulos del Grand Slam, sino en una referencia para la siguiente generación de tenistas. Alguien que ya no necesita que le guíen y conserva a su tío-entrenador como talismán-amuleto. En alguna academia ya habrá un tipo observando sus movimientos, descodificando su juego, aplicando la tecnología al servicio de la creación de algún clon del inimitable Nadal, ignorando que la principal virtud del número uno del tenis mundial no se copia, no puede copiarse: esa sabiduría descomunal para interpretar los partidos, emplear el tono exacto y adecuado en cada momento de cada set, leer los golpes del contrario con esa pericia que le permite ir siempre un poco por delante. El domingo, por ejemplo, ganó con superbreak sus tres sets. Es decir, conservó siempre su servicio y sólo apretó en el resto cuando vio una rendija, cuando la puerta se entreabría y por el quicio asomaba la conquista del set. La misma medicina que recetó a Andy Murray para dejar a la afición local sin un campeón británico desde Fred Perry.
En compensación, Nadal ofreció una final inmaculada que permitió a los fans de Murray olvidarse de él y entregarse a su auténtico ídolo. El entusiasmo de los aplausos finales confirmaba que Wimbledon no sólo saludaba a su campeón: se rendía ante una leyenda.