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Toda la presión

Carolina, tengo cosa fina

El circuito se detiene esta semana en Montecarlo, el torneo de la ATP que año tras año obtiene la mejor calificación en la encuesta hecha por los jugadores. Es la cita más valorada por los protagonistas de este juego, los tenistas, aunque se ignora la razón: tal vez, porque Nadal y compañía reconocen el calor que desprende la cercanía de la Familia Real europea más vinculada al tenis. No todos los principados, reinos o grandes ducados del continente pueden presumir de que uno de sus miembros conociera, en el sentido bíblico del verbo, al número uno del ranking. Carolina de Mónaco, mujer tan avanzada a su tiempo, se encontró un día por el Country Club con el gran Guillermo Vilas y al parecer intimaron más allá de ofrecerse consejos mutuos para que no se te abran las puntas del flequillo. Aquel encuentro permitió al Hola vender unos miles de ejemplares más y al resto de mortales que alguna vez empuñamos una raqueta envidiar todavía más al astro argentino.

Esta nueva visita al Open con mejores vistas al Mediterráneo nos permite detenernos para recordar a Vilas y trazar su perfil. Guillermo tenía bastantes cosas en común con el actual rey de Montecarlo, Rafael Nadal. No sólo por la melenita apache o porque ambos prefieran la izquierda, sino porque desplegaba su juego con una fiereza semejante a la del zurdo de Manacor y era también infranqueable en el fondo de la pista. Con esas dos virtudes desplegadas hasta la excelencia Vilas dominó el circuito sobre arcilla con puño de hierro, marcó un récord de victorias en tierra batida que sólo resistió hasta la llegada del número uno español y también trascendió su popularidad más allá de las canchas, hasta convertirse en una celebridad en la línea en que ya lo fueron Borg y Nastase; este último, por cierto, muy asiduo también de Montecarlo y del champán. Vilas alcanzó el primer puesto del particular top-ten que discurre lejos de las pistas cuando fue cazado por un paparazzi intercambiando fluidos con la señorita Grimaldi, mujer liberal donde las haya, acostumbrada a coleccionar novios desde adolescente. Ventajas de estar tan rica. Así que la fama de Vilas llegó hasta el último rincón del planeta (esto es, a las peluquerías) y por un momento corrió el riesgo de pasar a la historia como el (pen)último noviete de la hoy señora de Hannover, un peligro del que se libró porque encontró tiempo para seguir entrenando mientras frecuentaba a su ligue y mantuvo el depósito de energía desbordante para afrontar los obstáculos del circuito.

Finalmente, aquel noviazgo de verano con fotos incluidas en paradisiacas playas como de anuncio de bronceador se diluyó con la llegada del otoño, Vilas siguió a lo suyo (el tenis) y doña Carolina, también (aunque seguimos ignorando todavía qué es de verdad lo suyo). De modo que sólo algún argentino para quien aquello fue casi como invadir las Malvinas y un servidor recordamos ahora tal aventura, lo cual me parece muy bien. Es de justicia rememorar al primero de los grandes tenistas que luego ha ido produciendo aquel país del Cono Sur por aquello que de verdad lo hizo grande, su juego estelar y asombroso, un tenis que transmitía un entusiasmo contagioso y llenó de felicidad a las hinchadas de medio mundo. En su estela llegó pronto otro gran tenista, José Luis Clerc, con quien formó una pareja temible para la Davis que sin embargo nunca llegaron a ganar por culpa tal vez de aquellas reglas estúpidas que aún primaban a los campeones de la edición anterior y les permitían jugar como locales. El resto es historia más reciente: Gaudio, el mago Coria, Nalbandián, Del Potro (esa especie de Cortázar con playeras)… Todos estos caballeros son hijos tenísticos del gran Guillermo; lo que probablemente ignoran es que su mamá pudo llamarse Carolina. Os dejo un estupendo vídeo que confirma estas palabras y corrobora de paso que hace unos años el tenis todavía se jugaba en cuarta velocidad.

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