Esta no es la historia de un solo gato, sino la de miles de ellos … Está escrita por Kaolla, persona estupenda y gran animalista que ha querido hacer este pequeño homenaje a los olvidados de la calle.
Hay veces cuando, mientras amaso la almohada antes de acostarme, oigo el sonido de la lluvia golpeando la ventana, recuerdo viejos tiempos que me hacen erizarme en el calor de mi cama.
Yo en algún tiempo fui también un cachorrito tierno que jugaba divertido con mis hermanos mientras daba torpes pasos y luchaba por abrir los ojos.
Pero esos tiempos no duraron mucho y ahora apenas los puedo vislumbrar en mi mente.
Lo que sí que recuerdo es el triste lugar donde nos llevaron luego de apartarnos del calor de nuestra madre. Recuerdo aquella tienda plagada de olores. La comida, los juguetes, los otros animales y el vaivén constante de gente que a menudo se paraba delante de nuestra jaula y nos hacía carantoñas.
Todavía, si cierro los ojos, noto el frío de los barrotes al pegar mi morrito cuando alguien se acercaba, esperando que se quedara un rato más acariciándonos.
Por las noches, cuando todo se quedaba vacío y en silencio, mis hermanos y yo nos agolpábamos en una piña esperando a que llegara el día. No era un lugar cálido, no era el regazo de nuestra madre. Pero los tenía a ellos y creía que siempre sería así. Pero no lo fue. Poco a poco, aquella gente que se acercaba para mirarnos fue escogiéndonos y llevándonos lejos. Yo vi marcharse a dos de mis hermanos, fui el tercero y con el resto no se que pasó.
Suelo preguntarme si tuvieron suerte o cayeron en manos de alguien como mis primeros dueños. Eran personas detestables, ¿Quién se lleva a casa algo que realmente no quiere?
No duré mucho en aquel lugar.
Fui el regalo para una niña mimada que pronto se cansó de mí. Y si la niña no me quería, ¿Por qué iban a aguantarme los padres? Si me cruzaba en su camino, me pateaban. Si algo se rompía, me culpaban. Si bufaba porque la niña me estiraba del rabo, me castigaban … Vivía escondido en mi propia casa, bajo las camas, tras los muebles. Preguntándome que sería lo próximo de lo que me culparan.
Pronto fui como un infiltrado. Ellos no me veían a mí y yo procuraba no toparme con ellos. Bebía de la pila y comía a menudo cosas que se dejaban por las mesas.
Ocurría frecuentemente que se olvidaban de llenar mi comedero o vaciar mi arenero.
Un día encontré una caja en el comedor. Era una bonita caja, me gustaba.
Pensé que sería un escondite ideal, el primer juguete que tenía. Me apresuré en entrar.
Ellos se apresuraron a cerrarla. Con precinto. Y me dejaron en algún lugar.
Intenté salir por todos los medios. Tenía mucho miedo y me puse histérico. Arañe y bufé, empujé por todas partes tratando de salir. Pensaba que me quedaría allí para siempre.
Empezó a llover. Primero fue llovizna, luego empezó a caer más fuerte y pronto se convirtió en una tormenta. La caja se fue doblando y arrugando, deshaciendo poco a poco. Logré finalmente salir y lo primero que ocurrió fue que la lluvia me empapó.
Me sentía confundido y perdido, ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba solo? ¿Y mi casa? ¿Y mis dueños? A ellos no los volvería a ver nunca. Tenía frío, quería volver. Quería volver a un lugar donde al menos estaba recogido y calentito. Hacía mucho frío.
Un rayo cruzó el cielo y el trueno me asustó. Salí corriendo sin saber hacia donde.
Me escondí donde pude, empapado, hambriento y asustado. Me recogí todo lo que pude y temblando, esperé a que la tormenta pasara.
A la mañana siguiente el tiempo se había calmado, pero yo seguía helado y hambriento.
Me pregunté si podría volver a casa, aunque pronto entendí que eso era imposible.
Un enorme trasto que se movía a gran velocidad estuvo a punto de toparme, podría haber muerto. No tardé en aprender que eso era un coche y que bajo ningún concepto paran, no importa si tú estás ahí, te atropellarán si es necesario. Eran peligrosos.
La calle fue dura, la gente también.
No se cuanto tiempo pasé allí, no recuerdo muchas cosas que hice.
Conocí a muchos como yo, que no entendían porqué sus amos los habían olvidado en aquel horrible lugar. Su situación era peor. Ellos habían sido buenos, ronroneaban a sus amos y se restregaban por sus pies. Intentaban no arañar mucho los muebles o portarse mal.
Pero a veces no era suficiente. A muchos los echaron cuando entraba un bebé en casa.
Ellos eran buenos, no les habrían echo nada, pero sus amos no se fiaban de ellos.
Otros estaban enfermos y sus dueños pensaban que les podrían pegar algo. Morían en la calle, de pena y dolor, sin poder hacer nada por luchar contra su enfermedad.
Los había que ni siquiera entendían qué había ocurrido. Un día sus amos simplemente se cansaban y los tiraban fuera, sin explicaciones, sin motivos …
Y quedaban aquellos que ni siquiera sabían lo que era un hogar cálido. Muchos nacían y morían en la calle, a veces sin ni siquiera haber vivido.
Era duro. Me pregunté muchas veces si yo también moriría allí.
Me pregunté muchas veces si la suerte de mis hermanos habría sido mejor.
Me pregunté muchas cosas.
Me pregunté porqué. Que tan terrible era nuestra existencia como para condenarnos así.
Luchar por vivir, por comer. Huir de aquellos que se divertían maltratándonos o esquivar a los que trataban de envenenarnos. Sortear los coches que muchas veces ni nos veían y buscar un lugar a cubierto donde pasar las noches.
Pensé que nuestra suerte nunca cambiaría. Que nunca nadie nos miraría, que nunca nadie nos notaría. Que moriríamos como gatos callejeros, sin que una sola persona se parara para socorrernos.
Me equivoqué. Y cada noche agradezco haberlo hecho.
Apareció un día, y ninguno en la colonia sabía de dónde había salido.
Era simplemente “ella”.
Traía comida y agua a diario y luego simplemente desaparecía.
A veces nos traía algo más delicioso que el pienso, que devorábamos con avidez.
Iba en latitas y nos encantaba.
Venía y se iba. Nunca nada más.
Pronto nos acostumbramos a ella. Algunos hasta se acercaban corriendo cuando la veían aparecer. Otros, cuando ella, dudosa, estiraba la mano, se restregaban cariñosos.
A muchos nos atrapaba a menudo y nos llevaba a un extraño lugar donde nos pinchaban en el culo y nos hacían tragar pastillas. No sabíamos para qué servían, pero lo cierto es que siempre nos sentíamos mejor luego de ir allí.
El tiempo siguió pasando y finalmente llegó la primavera, que también trajo las nuevas camadas.
Temí por las crías y en muchas ocasiones por las madres. Muchas no sobrevivirían.
Ocurrió un día que una gatita primeriza, a punto de parir, se acercó temerosa a aquella mujer, esperando alguna ayuda de su parte. Ella no dudo, le acercó una caja donde se apresuró a meterse y no la volvimos a ver.
Todos nos preguntamos si estaría bien. Otras gatitas también se fueron con ella y tampoco volvió ninguna.
No sabíamos a dónde las llevaba, y los que quedábamos tardamos mucho en averiguarlo.
Uno de nosotros, que se había marchado con ella luego de romperse una pata y de pasarse semanas vomitando había vuelto después de meses.
A penas cojeaba, estaba más grande y su pelaje mucho más brillante. Ya no vomitaba.
Nos contó que muchos de los nuestros seguían en su casa, donde recibían mimos y donde podían comer, jugar y dormir todo lo que quisieran, lejos de cualquier preocupación.
Pero él, que siempre había sido callejero, añoraba la libertad de la calle.
Ella se dio cuenta, y un día, le abrió la puerta para que se marchara y volviera a la colonia. Pero seguía viniendo todos los días para cuidar de los que quedábamos, de aquellos que no queríamos ir.
Muchos porque habían sido siempre callejeros, yo porque pensé que nunca volvería a encontrar calor en un casa.
De aquellos que no estaban en su casa no sabíamos lo que había ocurrido. Supusimos que no podrían estar mal.
Pero averigüé exactamente que había sido de ellos por mi cuenta tiempo después, cuando un coche casi me mata.
No recuerdo lo que pasó, no recuerdo cómo no lo vi. Pensaba que estaba más lejos, que me daría tiempo a cruzar, ahora solo se que al despertar estaba, después de muchos años, de nuevo bajo un techo.
Pero no era la casa de aquella que siempre nos había cuidado. Era otro lugar.
Allí ya había dos gatos más, que nunca había visto pero que también habían sido callejeros.
Tardé un tiempo en recuperarme, pero pronto me hice a aquel lugar.
Era la primera vez que encontraba un hogar de verdad.
Los areneros siempre limpios, los cacharros de agua y comida a rebosar.
Podía campar por toda la casa sin que nadie me riñera, podía tumbarme al sol que pasaba por entre las cortinas sin temer a que nadie me pateara.
Había juguetes por todas partes y un rascador gigante donde me gustaba subirme.
Cada vez que volvía el dueño corríamos a la puerta a saludarlo. Siempre nos rascaba detrás de la oreja o en la tripa. Empecé a ronronear como no recordaba haberlo hecho nunca.
También me pusieron un collar con mi nombre. Mucho tiempo atrás también había tenido un nombre, pero no quería recordarlo. Eso ya había pasado.
Un día el señor me llamó a su regazo. Estaba, como a menudo, sentado delante de una caja extraña que emitía luz. Me miró sonriendo. Las “Locas Felinas” me dijo señalando unas letras de la pantalla.
Algo en la caja empezó a moverse, puntero, me dijeron luego que se llamaba, y a su paso salían miles de cosas dentro de la caja. Y de pronto, los vi.
No salía de mi asombro. Me pegué a la caja brillante para intentar olerlos mientras el señor se reía.
Allí dentro estaban todos. Todos los que se habían marchado de la colonia.
Todos estaban allí dentro.
Me enteré más tarde de que lo que me enseñaba eran fotos, fotos de aquellos con los que había vivido tanto tiempo y que, después de tantas primaveras sabía donde estaban. En una casa de verdad, en un lugar que llamar hogar.
Han pasado muchos años de eso, ahora ya no tengo fuerzas si quiera para trepar por el rascador. Así que mi sitio ha pasado a ser el mullido cojín de delante de la ventana.
En todos estos años muchos han venido aquí, algunos solo de paso, venían y volvían a la calle, ya vacunados y curados, siempre bajo la mirada atenta de ellas o simplemente se iban a una nueva casa, otros, se quedaron aquí para siempre.
Todas las noches, mientras escucho los ruidos de la calle más allá de mi ventana me pregunto cuántos quedarán allí fuera. Bajo la lluvia y el frío del invierno, y bajo el sol y el calor del verano. Luchando contra la impredecible primavera y el cambiante otoño.
Preguntándose cada vez que se esconden debajo de un coche o acercándose dudosos a una comida que puede estar envenenada que hicieron que fuera tan terrible para acabar así.
Apaleados, maltratados y odiados, a veces, si tienen suerte, tan solo ignorados.
Esperando cada día sobrevivir un poco más, a la espera de que el próximo día sea un poco mejor.
Yo también fui así un tiempo. Ahora solo espero que ellas sigan haciendo lo que siempre han hecho. A través de aquella pantalla por la que una vez vi a mis compañeros he visto muchos más, mucho peores, salir adelante por ellas. He visto a través de esa caja brillante mil batallas libradas por darnos a todos los que son hoy como fui yo una vez una vida mejor. Y ahora se, que mientras ellas sigan igual, las cosas cambiaran.
Dedicado a las Locas Felinas,
Por luchar desde el anonimato cada día batallas que parecen imposibles de ganar,
Pero que ganan.
Por intentar a diario lo imposible,
Convirtiéndolo en posible.
Por derramar tantas lágrimas por aquellos que se tienen que marchar
Y dedicar tantas sonrisas a aquellos que con su ayuda siguieron adelante.
Por invertir su tiempo y su dinero,
Por dar su vida y su esfuerzo,
Cada día en una lucha que se empieza,
Pero por desgracia no se acaba.
Por saberlo y aún así, seguir luchando cada día,
Por llorar de impotencia,
Pero seguir adelante,
Por reír de alegría,
Pero ser conscientes de que la lucha no acaba ahí.
Por todo eso y más,
Muchas Gracias Locas Felinas.
Seguid siempre así.
De Kaolla