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Aquellos días en que un periodista lloró

Ocho plantas en piedra natural y vidrio, céntrico, moderno, amplio, reluciente… Da igual, me temo que yo siempre veré en el número 25 de la Gran Vía logroñesa, donde Coblansa edificará en los próximos meses un nuevo inmueble, el triste y dramático solar que el dolor y la desesperación de un puñado de vecinos a los que empecé a conocer el 24 de mayo del 2009, dos días después de la terrible y mortal explosión, grabaron a fuego en mi memoria durante los meses siguientes.

Apenas amanecía en la capital riojana aquella primaveral mañana cuando la arteria logroñesa volvió a retumbar en el inicio de otra cruel pesadilla. Ruido de cristales, llamas, gritos, llantos, sirenas y… muerte. Cuatro seres humanos -Roberto Edgardo Videla, su mujer Marta Liliana Saa Lazo y sus hijos Exequiel Andrés, de 10 años, y Katherine Alexandra, de 8- perdieron la vida en la brutal deflagración de gas butano. Otras nueve personas sufrieron heridas en el siniestro, aunque sólo la madre y abuela de fallecidos, Rafaela María Greco, de 81 años, padeció daños graves. Además de las víctimas mortales, en el inmueble vivía una veintena de personas que salvó la vida, pero perdió todo lo demás. En la calle, sin ropa, dinero o documentos, en sus hogares, quedaron ilusiones, recuerdos y tesoros familiares. Driblaron a la muerte, pero el juego del burlón destino no había hecho sino comenzar. Desamparados por las aseguradoras y sin apoyos valientes por parte de las distintas administraciones, a sus penurias se sumó la obligación de hacer frente al pago de casi 600.000 euros del coste del minucioso desmontaje del edificio impuesto por una investigación policial y judicial que, al final resultó inútil, ya que ni aclaró las causas del siniestro ni fue capaz de hallar resto alguno de la pequeña Katherine Alexandra.

Tras un excelente trabajo durante el larguísimo fin de semana por parte de mis compañeros Maite Mayayo y Luis Javier Ruiz, a quien esto suscribe le tocó dar el relevo informativo a la sombra del inmueble ennegrecido por el fuego de un estallido que le condenó al derribo. Atentados, crímenes, demasiadas tragedias en las carreteras, madres a las que el destino arrancó a sus hijos de entre sus brazos, sobrecogedoras historias de superación… más de 20 años de labor periodística dan para mucho. Personajes admirables, individuos repugnantes, días maravillosos, jornadas monótonas y episodios dramáticos acaban por crear, capa a capa, una inconsciente coraza protectora de la que en contadas ocasiones temes que, como mucho, dañe la costra más superficial. Pero no, ese escudo saltó hecho añicos semanas después.

Durante más de medio año hablé con políticos, técnicos, expertos en siniestros, bomberos, policías, personal de servicios sociales y, escuché a las víctimas. Conocí a Teresa, que vio desaparecer la casa en la que había vivido desde niña y donde se quedaron miles de sus adorados libros; A Silvia, Óscar y a su pequeña; a David, Pilar y a sus ‘muñequitas’; a Carmelo, Pilar y sus dos hijos;  a Jesús y Edgar; y, sobre todo, a Jalal, Meriem y una preciosidad llamada Amira, quienes con toda su familia a miles de kilómetros, sin ropa, comida para el bebé o un techo pagaron con su agradecimiento y amistad la solidaridad que desde estas páginas germinó en la sociedad riojana. Y conocí a Rafaela, la única miembro de la familia Videla-Saa que logró sobrevivir al infierno en que se convirtió el Tercero Izquierda, postrada y sola en el hospital a la espera de la llegada de su hija Vilma, quien desde Argentina buscaba a través de la línea telefónica el consuelo y la esperanza que este periodista era incapaz de transmitirle sin contagiarse del desgarrador llanto de una mujer destrozada. Por fin, la generosidad de una legión de personas (Policía Local, Bomberos, Protección Civil, Servicios Sociales municipales, colegio Vuelo Madrid-Manila, parroquia de la Sagrada Familia y decenas de ciudadanos anónimos) obraron el milagro y Vilma y su hermana Stella pudieron abrazarse a su madre y preparar el retorno a Argentina, donde aún hoy tratan de aliviar el incurable dolor de una familia rota que, pese a todo, jamás escatimó una sonrisa de agradecimiento a la generoidad de los logroñeses. De aquellos días me quedan las muestras de gratitud de todas aquellas personas, un pequeño llaverito de Argentina, el orgullo de esta bendita profesión cuando sirve para algo más que informar y, sin diuda, la satisfacción de disfrutar de la certeza de que, aunque la coraza vuelva a crecer, se rasgará de nuevo cuando de verdad merezca la pena.

De todo un poco, pero bien batido.

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